jueves, 13 de diciembre de 2007

Cuentos de Aurora

Textos escritos entre 2000 y 2003



EL DON


Alvaro Aldunate, con algunos kilos más de lo normal y un lunar pegado a la nariz, vino a este mundo patinando, dando vueltas en tirabuzón y una mortal hacia atrás antes de tocar cualquier cosa que no fuera carne materna. Era una forma bastante extraña de nacer, pero no lo importante. Lo importante era que un don lo acompañaba. Un don liso y llano, oculto en uno de los rincones más remotos de su espíritu, lo que no ocurre con frecuencia.
Un don es un arma de doble filo: por un lado ofrece a quien lo posee una habilidad o destreza, pero por otro supone una responsabilidad, ya que el beneficiario, si es consciente de su privilegio, siente la obligación de darle un uso. A veces el don se presenta como un rasgo mínimo y, por lo tanto, muy difícil de descubrir. Otras, evidente, se manifiesta a todas luces en los primeros años de vida. Así ocurrió con Alvaro, que de chiquito mataba moscas como nadie.
La primera vez que Alvaro mató una mosca fue una mañana en que sus padres lo dejaron en casa de los abuelos paternos para ir a trabajar. Hacía un buen rato que una mosca iba saltando de un sector a otro del comedor, sin restricciones. Y se sabe que con las moscas es así: uno les da la mano y se agarran del brazo. La muy confianzuda se puso a molestar a los presentes (Alvaro y su abuelo), sin importarle en lo más mínimo el fastidio que podía ocasionar. Abandonó una flor estampada del mantel, donde habían quedado sin recoger las migas del desayuno, y sin escalas se posó en la frente del abuelo.
La caminata de la mosca resultó imperceptible para don Aldunate, cuya sensibilidad cutánea era en extremo reducida. ¿Cómo iba a detectar un insecto tan diminuto si ni siquiera se daba cuenta cuando se lastimaba y le salía sangre, salvo que alguien le avisara? Así y todo, el rasgueo insistente de las patas del insecto en uno de los pliegues del seño terminó por darle cosquillas.
El abuelo levantó una mano, pequeña pero morruda, y la descargó sobre su cabeza calva. Sin puntería, porque la mosca ya se había desplazado algunos centímetros, los suficientes como para quedar exenta del radio de aplastamiento. El margen de error del golpe tenía que ver con que, debido al lugar en que se encontraba la mosca, don Aldunate no la podía ver. Y había unos instantes de retardo hasta que el estímulo sobre la piel llegaba al cerebro y éste le daba al brazo la orden de actuar. Así, el viejo erró también un segundo intento, y después un tercero. Hay que reconocer que su desventaja, igual, no se debía sólo a la posición casual del insecto. La mosca tenía la cualidad de lograr huir del peligro a una velocidad envidiable, como si la reacción de su huida fuera previa a la acción del zarpazo. Algo inédito, que alteraba uno de los principios básicos de la realidad.
La solución para cazar la mosca, entonces, pasaba por reducir al máximo el tiempo de demora en la ejecución del golpe. Fue Alvaro el que, sorpresivamente, tomó la posta y, con mucha decisión, dirigió su mano derecha como chicotazo al blanco. Ni se vio, pero se intuyó la velocidad y la plasticidad propias de un latigazo. La mosca quedó aplastada como un tatuaje en la frente del abuelo, que sin salir del asombro ni atinó a sacudirse el cadáver. Se quedó mirando al nieto con la boca abierta, y su primera reacción fue de susto. Hasta que comprendió que lo sucedido, en realidad, era una buena noticia: Alvarito tenía un don, y si bien en ese momento no se le ocurrió para qué otra cosa que para matar moscas iba a servirle al chico una aptitud como ésa, pensó que, como fuera, era mejor tenerla que no tenerla.
Pasaron unos años y don Aldunate murió por achaques de viejo, antes de que Alvarito encontrara un destino útil para ese látigo que tenía por brazo. El don, por lo pronto, se basaba en una cualidad física, así que los padres de Alvaro pensaron que el chico tendría un futuro brillante como deportista. Se los notaba exaltados, como si hablaran con signos de exclamación, y ese clima festivo les impedía razonar con frialdad a fin de llegar a una conclusión sobre el tema.
El boxeo, que a priori parecía lo más adecuado, quedó descartado de plano. La mamá no soportaba esa actividad a la que llamaban deporte y que para ella no era más que “la formalización de la barbarie”. Otros deportes que se practicaban con las manos, como el béisbol o el fútbol americano, tenían la contra de que las grandes ligas estaban lejos de la Argentina. La elección podría haber estado entre el voley y el handball, pero los padres de Alvaro buscaban, a través de su hijo y en la medida de lo posible, un rédito económico. El básquet hubiera sido una alternativa, con el sueño de que el chico llegara algún día a jugar en la NBA. Pero para encestar dobles y ganar millones no alcanzaba con un brazo hábil, sino además tener la altura necesaria. En ese punto, los antecedentes familiares indicaban como poco probable que Alvarito sobrepasara el metro setenta y cinco.
Luego de estos descartes decidieron considerar el tenis. La opción no les resultaba muy atractiva, porque era un deporte muy individualista. Pero en ese momento se había puesto de moda (plena época de oro de Vilas, que con sus triunfos le había dado al tenis una gran popularidad en las clases medias del país) y Alvaro tenía seis años, una edad excelente como para empezar. Así, ante la falta de otra idea mejor, sus padres lo llevaron a la escuelita del Club Social y Deportivo Aurora.
Al principio, al chico le resultó un embole. Pegaba un drive y tenía que juntar como mínimo veinte pelotitas para poder ponerse en la cola de vuelta y esperar su turno. Era el precio de que las clases fuesen gratuitas. De otro modo, había que pagar un profesor particular, lo que los padres de Alvaro habían descartado por no disponer del dinero necesario. Aunque acordaron que si el chico tenía verdaderas condiciones para el tenis ajustarían otros gastos para invertir en éste.
Decir que Alvaro tenía condiciones es poco, porque gracias a su don inventó un golpe increíble. Aunque no se sería correcto decir que lo inventó, porque en toda invención existe una intencionalidad. En este caso ocurrió de manera natural y espontánea. Alvaro le pegaba a la pelota de un modo singular y extraordinario no porque quisiera, sino porque de otra forma no le salía.
Es difícil explicar cómo era la ejecución. Por empezar, usaba una raqueta liviana, la más liviana de las que había en plaza, para sentirla como una extensión de su brazo. La preparación del golpe era equivalente a la de cualquier otro, llevando la raqueta hacia atrás para darle impulso al tiro. Lo novedoso aparecía en el punto de impacto, cuando el encordado tocaba la pelota.
La descripción más acabada de lo que luego se daría en llamar “el latigazo” la hizo un descubridor de talentos, el “Negro” Granel, que tenía a su cargo la escuelita de tenis. El día que vio en acción a Alvaro por primera vez, dijo: “Parece un carnicero cortando milanesas”. Y era cierto, con la diferencia de que el chico en lugar de un cuchillo afilado tenía una raqueta, y en vez de accionar sobre un pedazo de carne lo hacía sobre la pelota. Si se sacaba lo accesorio, es decir, los objetos concretos de la comparación (el cuchillo, la carne, la raqueta y la pelota) quedaba lo esencial: la forma en cómo se revelaba el don de Alvaro.
Una cosa era lo que se veía, la ilusión que generaba el movimiento completo observado a la distancia. Cualquiera hubiera dicho que en vez de un golpe Alvaro daba dos. El tiro adoptaba una dirección determinada y en algún lugar de la trayectoria cambiaba por otra. A sus rivales se les hacía imposible contrarrestar el latigazo, pese a estar alertados de antemano de sus características y peligrosidad. El problema pasaba por la imprevisión, la falta de lógica. Un tiro normal lanzado en una dirección seguía la misma hasta finalizar su recorrido. Pero con el latigazo ocurría otra cosa.
Hasta la aparición del latigazo, existía un solo efecto que garantizaba un desvío en la trayectoria de la pelota: el “slice”, que aplicado al “drop” (gota, en inglés, “dejada” para los españoles, que consiste en dejarla corta, lo más cerca posible de la red una vez que la ha trasvasado) hacía que la pelota experimentara un corrimiento hacia un costado después del pique. Pero que el cambio de dirección ocurriera después del pique no era un detalle menor, porque entonces el latigazo abría una nueva era en el tenis, al lograr que el desvío se produjera antes de que la pelota rebotara contra el piso. En determinado punto, no se sabía cuándo, la esfera tomaba una de las múltiples variaciones del espacio horizontal, se volvía inalcanzable y dejaba a los rivales en ridículo, tratando de hacerle frente mediante una pirueta endiablada.
Así, Alvaro comenzó a ganar partidos y ningún tenista parecía capaz de descifrar su juego. Hasta los que estaban catalogados como los mejores jugadores del club se sentían como principiantes, y lejos de reconocer las aptitudes de este nuevo talento comenzaron a acumular resentimiento. Pronto, la rutilante aparición de Alvaro se conoció en las altas esferas del tenis. Hubo incluso una misión secreta de veedores internacionales que se hicieron pasar por nuevos socios del club y corroboraron lo que les habían comentado. Sobrevino, pues, una campaña solapada para frenar a este fenómeno, ya que si lo dejaban impondría un quiebre de consecuencias impredecibles en la historia de este deporte.
Estaba claro que cualquiera que manejara a la perfección todo el repertorio de golpes y efectos ya conocidos no sabría qué hacer frente al latigazo. No obstante, no era el mal trago que pudieran pasar jugadores como Lendl, Becker o Willander lo que les importaba a quienes manejaban el negocio del tenis. El razonamiento que hacían era que un partido contra Aldunate, sin peloteo posible, ya no sería un partido. Primero se lo vería como una novedad y se colmarían los estadios, pero luego aburriría y la gente seguro dejaría de concurrir. Poco a poco, el tenis dominado por Alvaro terminaría por transformarse en un entretenimiento para excéntricos, o en un número de circo.
Cuando ya todos creían que Alvaro era invulnerable, se llevaron una sorpresa, ya que apareció un socio muy confiado que aseguraba que para vencerlo no había que contrarrestarlo con la misma medicina, sino elaborar una buena estrategia de defensa. Se trataba de un joven de escasas condiciones técnicas, pero bocho en matemáticas y experto en física. Se llamaba Julián Ibáñez, y desafió a Alvaro a jugar un single.
Las cualidades de Ibáñez se traducían en otro don, del que nadie había oído hablar hasta entonces: podía medir en tiempo real la velocidad de cualquier objeto circulante, como un auto que pasaba por la calle, la lluvia al caer o una persona corriendo. Y creía que con su método lograría anticipar la trayectoria del latigazo de Alvaro, es decir, en qué momento ocurriría el tan temido desvío.
No obstante, su estrategia tenía un punto débil: para prever el ángulo y la dirección sólo se valdría de probabilidades, dependería del lugar de la cancha desde el que Alvaro le pegara. El punto de partida del tiro le indicaría cuál y cuán pronunciada sería la variación dentro del espacio acotado de la cancha. Era evidente que si Alvaro pegaba desde un costado, el giro no podría producirse hacia el mismo lado porque la pelota iría a parar afuera. Lo más difícil, claro, sería cuando el golpe se originara desde el centro, ya que ahí las probabilidades pasarían a ser del cincuenta por ciento para un lado y cincuenta por ciento para el otro. En conclusión, mucho iba a pesar la precisión que Ibáñez le imprimiera a sus golpes a fin de colocarlos junto a los flejes y reducir así a la mínima expresión el grado de incertidumbre frente a la réplica.
El día del duelo amaneció nublado y a partir de las ocho cayó un chaparrón. Alvaro se despertó sobresaltado, con un mal presagio. Había tenido la siguiente pesadilla: en vez de Ibáñez, los rivales eran cinco, dos en la red y tres en el fondo. Obviamente no tenía sentido, porque el reglamento no lo permite, pero lo preocupante era que los jugadores, con reflejos en sus cabellos, bien facheros y con sus bíceps aceitados, eran los integrantes de Quirquis, un grupo cumbiero de Aurora con un destino nefasto. Un día, durante un recital, la voz principal del grupo invitó a subir al escenario a una chica del público que se sabía de memoria todas las canciones, con tanta mala suerte que cuando ésta agarró el micrófono sufrió una descarga eléctrica que la devolvió como un muñeco de trapo a la audiencia. La gente hizo un círculo alrededor y el novio, que se había quedado esperándola, comprobó que la joven estaba muerta. Quirquis cayó en desgracia. Se dijo que sus recitales eran yeta y el quinteto pasó al olvido tan rápido como había triunfado.
El absurdo, en el sueño de Alvaro, era que de repente los Quirquis se habían vuelto tenistas. Para sacar iban rotando, como si fueran un equipo de voley, y durante los puntos se pasaban la pelota entre ellos antes de tirarla hacia el otro lado. Lo increíble era que no hubiera alguien que invalidara la jugada. Los espectadores festejaban los malabares y alentaban al grupo: “¡Quirquis, Quirquis, Quirquis...!”. Los Quirquis iban deconstruyendo el latigazo, lo multiplicaban por las derivaciones que permitía la disposición de los cinco jugadores en la cancha y los desvíos eran infinitos, hasta que la última estocada antes de que la pelota pasara la red dejaba a Alvaro sin respuesta. También eran imbatibles en defensa, porque entre los cinco cubrían los eventuales blancos de pique del latigazo.
Tras recordar los pormenores de la pesadilla, Alvaro preparó el bolso, agarró las raquetas y enfiló para el club. A media mañana, los rivales se encontraron en la cancha cuatro. El partido había generado gran expectativa, porque si Alvaro iba a ser derrotado por primera vez nadie se lo quería perder. Hubo un peloteo de diez minutos, practicaron saques y, luego, el sorteo favoreció al retador, que prefirió darle el servicio a Alvaro y tener él la devolución.
Alvaro arrancó mal, con demasiadas doble faltas para un solo game. Estaba desconcentrado, prestando atención a un murmullo que no sabía de dónde provenía. Recién al cambiar de lado, antes de comenzar el segundo game, detectó que uno de los socios le estaba relatando el partido a su hija ciega. ¿Qué iba a hacer –se preguntó resignado-, reclamar silencio y quitarle la posibilidad de disfrutar del espectáculo a la pobre chica?
Con el servicio de Ibáñez, Alvaro sacudió su primer latigazo del partido. La pelota no le llegó cómoda, pero logró un tiro ganador. Ibáñez ni se movió, vio pasar la réplica y desde el público hubo gestos de desaprobación, como si el pensamiento generalizado hubiera sido: “Otro más que se carga Aldunate”. Pero en realidad la cosa recién empezaba. Ibáñez entró en acción cuando iba dos a uno abajo. Las nubes se hicieron más delgadas y una resolana hizo subir la temperatura ambiente. Ibáñez practicó un saque rápido, aunque no muy fuerte, al drive. Para Alvaro no podía ser más fácil, ya que le venía servida para el latigazo. Y así fue: el tiro salió limpito, destinado a sumar un nuevo punto. Lo que nadie tenía en cuenta era que al mismo tiempo la cabeza de Ibáñez hacía multiplicaciones y divisiones a toda velocidad, al punto que llegó a tiempo para esperar la pelota en el lugar preciso y contestarla cómodo.
A partir de ese momento el juego de Ibáñez comenzó a fluir, pasó al frente en el marcador y los socios que se habían quedado mirando fueron a llamar a los que ya se habían ido, ahuyentados por un comienzo de partido desalentador. Así, el perímetro de la cancha se pobló nuevamente de cabecitas y rostros, en los que ahora empezaba a asomar la blancura troquelada de los dientes tomando envión para la risa, que enseguida se convirtió en carcajada. En ese contexto, una fuerza creciente de avasallamiento se apoderó de Alvaro, que tras unos segundos de vacilación dejó caer la raqueta en el polvo de ladrillo y decidió huír del bochorno, de la burla convertida en sonajero de venganza. Muerto el don, Alvaro Aldunate ya no era Alvaro Aldunate. Y en esta nueva realidad, la carrera hacia algún lugar que ni siquiera él sabía cuál era le dolía como un nuevo nacimiento.





AURORA



Aurora era un pueblo tranquilo, con su plaza, su iglesia y su municipalidad, como cualquier pueblo. Hasta que un día un nuevo intendente tuvo la idea de transformar el pueblo en ciudad. En realidad, iba a tratarse de una ciudad en miniatura, ya que los límites territoriales no se correrían un solo milímetro. De esta manera, los espacios serían más reducidos que lo que las convenciones estipulan, aunque no dejaría de haber una zona bancaria, un centro comercial, edificios torre y una autopista. En las afueras levantarían la zona fabril y las casas más pobres.
Las obras debían comenzar cuanto antes. Se acercaba el verano y los habitantes iban a tener que abandonar sus casas por las demoliciones. Las harían por tandas, y bajo una consigna solidaria: cuando demolieran la zona norte, los residentes serían hospedados por los del este. Luego, los del este serían recibidos por los del sur, y así sucesivamente, siempre en el sentido de las agujas del reloj. Pero para concretar el proyecto hacía falta dinero, un inversor, ya que lo recaudado con los impuestos era insuficiente. El intendente pensó entonces en el empresario Horacio Sartori, nieto de uno de los fundadores del pueblo, que al oír la idea quedó seducido de inmediato y no dudó en poner manos a la obra cuanto antes. No obstante, el curso de los trabajos se demoraría más de lo previsto. ¿A quién se le había ocurrido que aquello podía terminarse en una temporada? La gente aguantaba, compartía la vivienda con el vecino y se resignaba, con la esperanza de que el proyecto al final llegara a buen puerto. El primer inconveniente surgió a raíz de las dimensiones relativas. Si bien las proporciones serían las mismas que en Buenos Aires, por ejemplo, o que en París, todo se vería más pequeño, reducido a la mitad. Primero, las manzanas, que medirían cincuenta metros por lado en vez de cien. Así, caminar una cuadra demandaría la mitad del tiempo que en cualquier ciudad normal. Dos cuadras serían una; cuatro, dos; etcétera. Pero cuando arrancó la reconstrucción de Aurora se dieron cuenta de que habían cometido un grosero error de cálculo. En una audiencia de vecinos alguien denunció que una manzana de cincuenta metros por lado no era la mitad de una de cien, sino la cuarta parte. Por lo tanto, si un departamento estándar, de tres ambientes, tenía en cualquier parte unos sesenta metros cuadrados, en Aurora no podría superar los quince. Ir de un ambiente a otro iba a ser poco más que un paso, casi se podría estar en dos lugares al mismo tiempo. Lo dicho provocó gran alboroto, ya que nadie quería vivir hacinado. Y el intendente, que ante la adversidad sacaba a relucir su particular sentido del humor, dio una respuesta que en vez de tranquilizar redobló el desconcierto: “La experiencia indica que, desde que el mundo es mundo, todas las especies se han adaptado a su hábitat. Confío en que las nuevas generaciones de aurorenses irán empequeñeciendo hasta alcanzar el tamaño adecuado a la nueva ciudad”. El plan inicial, que ya estaba demorado, se terminaría de alterar a causa de un conflicto gremial en el diario La Idea, propiedad del mismo Sartori. Conflicto que, de forma inesperada, dejaría en bancarrota al empresario. Todo se desencadenó un jueves de septiembre del año 2000, cuando Dardo Duval, el jefe de redacción, recibió la noticia de que iban a despedir a veinticinco periodistas, es decir, casi la mitad del staff. Sartori le comunicó la decisión y le encargó que llamara sólo a los que continuarían trabajando, para ponerlos al tanto de la situación y tranquilizarlos.


Esteban Bowser, con la toalla en la cintura, escuchó el teléfono mientras apretaba el desodorante bajo la axila derecha. Se acercó al espejo y se pasó las manos por el pelo mojado para volver a contemplar su rostro, cuya asimetría hacía que la imagen que le devolvía el espejo no fuera la verdadera. Es decir, no era como él se veía que lo veían los demás. “Al derecho” aparecía sólo en las fotos, y como sacarse una foto cada vez que quería verse como lo veían era imposible, no tenía más remedio que usar dos espejos, el segundo para reflejar la imagen del primero e invertirla. Cuando el teléfono iba a sonar por cuarta vez, Bowser se apuró a atender. Era Duval, haciendo la ronda de llamados con la mala nueva.


Esa misma madrugada, los despedidos se reunieron en un bar del centro. Afuera rugía la grúa, demoliendo edificios. Entre las cucharas que tintineaban en los pocillos de café y el humo de los cigarrillos, que zigzagueaba de una punta a la otra de la mesa a fuerza de inhalaciones y exhalaciones, Adolfo Becerra tuvo que insistir varias veces hasta que le prestaron atención. Hablaban de hacer un piquete en La Idea para impedir el ingreso de los periodistas y, por lo tanto, lograr que la edición del día no saliera. El debate se prolongó hasta el mediodía, cuando decidieron trasladarse al diario y reclamar que reincorporaran a todos.


Patricio Corso, prosecretario de redacción, y Elvio Gómez, jefe de espectáculos, pasaron cinco horas tratando de ingresar y casi se van a las manos con los piqueteros. Corso, que tenía pocas pulgas y sintió el impedimento como una provocación, se puso a arrojar trompadas al tuntún. Gómez trató de mediar mientras Corso hacía un “¡sss...!”, resoplido corto que lanzaba con los dientes apretados cuando algo lo fastidiaba. Para peor, Sartori lo llamaba una y otra vez al celular para reclamarle que entrara al diario de una vez por todas y cumpliera con su trabajo. Así fue que, cuando ya casi oscurecía, decidió traspasar la puerta principal con el resguardo de un cordón policial, formado por efectivos de la infantería aurorense.


Duval, que estaba de franco pero al tanto de los últimos episodios en la puerta de La Idea, decidió salir a caminar. Su casa estaba en la parte vieja de Aurora, donde las topadoras aún no habían comenzado con las demoliciones. Compró cigarrillos, encendió uno y el silencio de esa hora dejó oír el sonido de la brasa al quemar el papel. También, el ritmo lento y regular de las suelas sobre las baldosas. Paró en un bar. Tomó dos cervezas y un whisky. Fumó más cigarrillos y se le fue haciendo tarde. Cuatro de la mañana, casi. Se paró y vio, detrás de un edificio, sobre el horizonte, una incipiente luminosidad, y más cerca el asfalto violeta humedecido con el rocío. Subió a un colectivo y se desplomó en el asiento trasero. Boca arriba, sin la referencia de calles y veredas, Aurora le resultó extraño. Las casas parecían flotar en un lago. Su ebriedad cambiaba lo plano por combinaciones cóncavas y convexas, y le daba la sensación de que el cielo era agua. Al bajar del colectivo caminó hacia el diario, mientras los piqueteros, en alerta, se organizaban para tapar la entrada. Cuando Duval quedó frente a frente con Galíndez, éste le advirtió: “Vos no pasás”. Pero Duval no lo escuchó y quiso entrar por la fuerza, lo que derivó en la intervención de los policías, que a toda hora montaban guardia en el lugar y tomaron al secretario de redacción de los brazos para controlarlo. Una piquetera trató de persuadirlo: “Por favor, Dardo, no entres”. Pero Duval tenía en su cabeza un solo objetivo: traspasar la puerta. Y así lo hizo finalmente, ayudado por el cordón policial, mientras desde afuera le gritaban “carnero hijo de puta”.


Ante este escenario, Sartori optó por llamar a diez de los veinte periodistas que quedaban en el staff para sacar una edición de emergencia. Los elegidos se encontraron a las cinco de la mañana en las afueras del pueblo. Debían moverse con cautela, ya que sabían que cualquier movimiento en falso los delataría. En dos autos, se dirigieron a un hotel en el que Sartori les había reservado una habitación. Al llegar, bajaron las persianas, cerraron las cortinas y conectaron las computadoras que un empleado de sistemas se había encargado de instalar. Pero los piqueteros, que continuaban al acecho, los descubrieron rápido, más rápido de lo que esperaban (se dijo que un familiar de uno de ellos vivía justo frente al hotel), se trasladaron hasta allí y comenzaron a entonar melodías de cancha con letras inventadas para la ocasión. A los pocos minutos, alguien llamó a la puerta de la habitación donde funcionaba la redacción clandestina. Duval puso un ojo en la mirilla, pero estaba tan sucia que no pudo ver quién era. Corso agarró el teléfono y marcó el interno de la recepción, para preguntar si allí se había anunciado alguien. “Un tal Segovia”, le respondió el conserje de turno. Corso recordó entonces que Segovia era el seudónimo que utilizaba uno de los periodistas despedidos para firmar algunas de sus notas. Decidieron, pues, no abrir, apagar las luces y quedarse en silencio. Hasta que volvieron a golpear... En ese momento, el cuerpo de Duval pareció agigantarse sobre una pared, hecho sombra, por la luminosidad que se filtraba a través de la persiana. Hizo movimientos bruscos de brazos y cintura para entrar en calor, dispuesto a pelear con quien se le quisiera enfrentar. Pero no fue necesario, no hizo falta porque el que golpeaba la puerta enseguida se identificó: “Abran, soy Sartori”. Sí, era Sartori nomás, y el recepcionista, vaya a saber por qué, había escuchado o registrado mal el apellido. Como fuera, el patrón venía a anunciar que mudarían la redacción otra vez, y que en esta oportunidad el destino sería un depósito fiscal en medio del campo.


Como era de suponer, los piqueteros estaban cada vez más entrenados en la gimnasia persecutoria y siguieron el rastro sin problemas. Al punto que cuando los integrantes del staff arribaron al depósito fiscal sus ex compañeros ya habían conseguido el dato y los estaban esperando, apostados sobre una reja que dividía el estacionamiento del edificio, al aire libre, de la calle. Esta vez, los periodistas ingresaron sin problemas por un portón, a bordo de una combi, y una vez adentro del galpón en el que habían montado la nueva redacción algunos se pusieron a mirar a sus perseguidores a través de una ventana. Desde afuera, no paraban de gritar contra Martín Maresca, el editor de fotografía, a quien habían acusado de carnero cuando entraba y éste les había respondido con una mano en los testículos y gritando: “¡De acáaa...!”. Ahora, uno de los piqueteros estaba trepado a un poste de alumbrado público y aullaba: “¡Maresca..., Maresca...!”. La situación era tragicómica, al punto que en la redacción se tentaron de risa. Pero Duval, que ya no soportaba seguir en estas condiciones, se puso a pensar en un plan que le pusiera fin, de una vez por todas, a esta fuga interminable. Lo primero que le vino a la mente fue una puerta. No cualquier puerta, sino una en particular, bastante misteriosa, que había adentro de La Idea. La creencia generalizada era que detrás de esa puerta funcionaba la administración de una fábrica algodonera de Sartori. Pero la verdad era que nunca se veía entrar ni salir gente del lugar. La sospecha de Duval era que, en realidad, allí debía de haber algo que, de saberse, podía comprometer al dueño del diario, algún dato que, era la idea, los piqueteros pudieran explotar para chantajearlo y sacarle el dinero de las indemnizaciones reclamadas. Ante el fracaso de las reincorporaciones, los despedidos habían empezado a reclamar el dinero que les correspondía, pero Sartori los quería conformar con migajas.


Duval sospechaba que en ese lugar habían escondido el cadáver de Enrique Lamas, un diagramador que pocos meses antes había muerto en la redacción. Lo extraño era que la mujer de Lamas y sus hijos nunca habían reclamado nada, y que nadie había denunciado la eventual desaparición del cuerpo. Lo más adecuado hubiera sido ir a la casa de los Lamas y preguntar. Pero no, Duval confiaba tanto en su hipótesis que esa misma noche, al regresar del depósito fiscal, fue directo para el diario. Lo que ocurrió de allí en más fue una sorpresa tras otra: subió la escalera principal del edificio, a oscuras, hasta el primer piso, se acercó a la puerta de la supuesta algodonera y la abrió. Por suerte estaba sin llave, que si no hubiera tenido que buscar algo para abrirla (en el acelere se había olvidado de llevar la pico de loro o alguna otra herramienta). El picaporte giró y la puerta bailó sobre su marco para sumar más oscuridad. En la penumbra, Duval vio escritorios y computadoras. Hasta que se dio cuenta de que en el fondo, flotando, había un destello de luz, una luz que pasaba a través de la cerradura de otra puerta. Golpeó y esperó. Regresó sobre sus pasos, fue y volvió varias veces, nervioso, hasta que decidió abrir. Adentro había una cama y, de cara a la pared, un hombre roncando. Enseguida, el hombre se sobresaltó, como si despertara de una pesadilla, y en un acto reflejo atinó a apagar el velador. Duval se quedó quieto y esperó. Luego se acercó despacio y puso una mano sobre el cuerpo tendido. El tipo se sacudió y trató de escabullirse, pero Duval lo frenó. Forcejearon hasta que el otro volvió a caer en la cama e hizo un nuevo intento de escapar, esta vez cuerpo a tierra, pero Duval le colocó una rodilla sobre la espalda. La presión provocó un grito, que Duval creyó reconocer. Quería prender el velador y no daba con la perilla. Ensayó otro rodillazo y esta vez el grito fue más claro. Por la voz era Jorge, un diagramador mucho más joven que Lamas, el muerto que Duval esperaba encontrar, y con quien hasta hacía pocas horas había estado trabajando en el depósito fiscal. El sujeto escondía un objeto debajo del pijama y, pese a los manotazos desesperados que daba, Duval se lo arrebató. Parecía un portarretratos. Era un portarretratos, confirmó Duval luego de, por fin, llegar a prender la luz. La foto era de Sartori.


La situación se volvía cada vez más confusa y, encima, Jorge, que efectivamente de él se trataba, estaba mudo, no explicaba nada. Duval repasó la foto, en la que su jefe lucía sonriente y más joven. Miró los detalles, como el lugar en el que la fotografía había sido tomada, si era verano o invierno, o cuánto más pelo tenía entonces el protagonista de la imagen. Mientras tanto, sin que Duval se diera cuenta, el embrollo se le fue acomodando en su cabeza, hasta que de golpe lo vio clarísimo: ¿Cómo nunca había reparado en el parecido físico que había entre el dueño del diario y Jorge? El diagramador, acorralado, levantó la vista con la cara roja, como si la temperatura del cuerpo le hubiera subido diez grados. De seguir como una tumba, tarde o temprano iba a reventar. Lo que hizo, entonces, no por elección sino porque se quebró, fue traducir la rabia contenida durante tantos años de desprecio paterno en un llanto desconsolado. Y entre sollozos le pidió a Duval que hicieran mierda a su viejo, que ya no aguantaba más y que por favor lo hicieran mierda.

sábado, 20 de octubre de 2007

Cuentos

Textos escritos entre 2001 y 2005



EL CUADRO


I

El viento formaba un cilindro de agua que rodaba hasta la costa. Al rozar con el fondo, el cilindro se detenía para que la onda superior volcara hacia adelante, por la inercia.


II

Yo no sabía del porqué de las olas. Prefería sostener el misterio, atribuir al mar un ánimo, una voluntad.


III

Yo, que miraba el mar mientras pensaba: uno se puede pasar la vida mirando el mar. Al verlo, recuerdos y fantasías articulados ordenaban luces, colores y sombras en un cuadro.


IV

No era cualquier cuadro, sino uno en particular, hecho de cuadrados, círculos y triángulos. Pero lo que yo veía era un mar, un mar listo para salir del bastidor y empezar a refrescar. El nombre del cuadro no lo recuerdo. Sí que estaba en un museo de Pécs, en Hungría, y que su autor era Vasarely.


V

La cosa era así: una ola venía, rompía y se iba, para volver a volver. ¿Pero volvería si no se fuera? ¿Quién preguntaba: el caracol, la piedra o el alga lenteja desde la mitad del mar, donde se había ahogado la última víctima de la temporada? Todavía la buscaban, y a la lancha se le arremolinaba la huella. Dos bañeros, o mejor dicho uno solo y su ayudante, un aprendiz simpático y predispuesto, iban sin brújula otra vez al muere. Al muere no va nadie, dijo la piedra, y se frenó ante la sólida intervención de una concha lila y violeta llena de agujeros. Dijo, por alguno de los agujeros, que al muere se viene. Al muere se viene, repitió el alga, aletargada pero decidida. La arena, mojada y en silencio, hasta ahí otorgó.


VI

El día estaba tan lindo que daba para eso y mucho más. En la orilla lo podía ver todo. En eso estábamos: viendo y, en parte, arriesgando sobre esta sociedad sobreadaptada (naturaleza pura, naturaleza secta), cuando un hombrecito que no superaba los treinta centímetros de altura aterrizó boca abajo sobre la orilla y se presentó. Tenía la voz gruesa, incongruente con su diminuta apariencia. Se sacudía la arena pegada en los codos, los pliegues del pantalón babucha y los borceguíes.


VII

¿De dónde habrá venido este enano?, fue lo que nos preguntamos. El caracol reveló: lo trajo la ola de las nueve y cuarto. Y la piedra: que era época de enanos. Enanos de mar, aclaró el alga, cuya demora era proporcional a su precisión. Enano no parecía. Enano de mar, podía ser.


VIII

Nunca nos hubiéramos imaginado que en la costa nos íbamos a encontrar con una situación como ésta. Pero si el objetivo era salir del estrés cotidiano, nos venía como anillo al dedo. El año había sido duro, aunque no tanto para mí, que me la había pasado jugando al tenis. Otra de mis actividades había sido tratar de recordar una palabra.


IX

La que había tenido un año complicado era Alicia, lidiando con los pacientes del neuropsiquiátrico. Atendía chicos, lo que hacía más agotadora la tarea. Algunos se ponían violentos y no era fácil dominarlos. Otros, en plena pubertad, la querían toquetear. Se le iban encima para saciar el apetito sexual floreciente.


X

Ahora me doy cuenta, al referirme a Alicia, que había estado hablando en plural sin aclarar quién era mi acompañante en la playa. Supongo que debe de ser normal luego de tantos años de convivencia. Somos Pedro y Alicia, o Alicia y Pedro. Todos nos ven así, ya que la unión ha superado al recuerdo de los tiempos en que no éramos pareja.


XI

El enano tenía ganas de comer y nos invitó al parador del balneario. A simple vista, el parador parecía cerrado, pero en vez de entrar por la puerta principal, que estaba tapiada, el enano caminó hacia uno de los laterales, tomó una manija y levantó una puerta cubierta de arena. Luego bajó por una pequeña escalera, con cuidado, acomodando el cuerpo. Con Alicia fuimos tras sus pasos hasta llegar a un comedor subterráneo en el que debían de caber miles de enanos.


XII

Enseguida apareció un mozo, no enano, sino gigante, tanto que andaba encorvado para no golpearse la cabeza con el techo. Por lo poco que tardó en servir, debía de tener todo listo en la cocina. Igual, no era algo elaborado: sandwiches de jamón y queso, en pan francés, y licuados de frutilla y melón.


XIII

-No le gusta el fiambre -le dijo Alicia al enano, antes de que éste preguntara por qué yo no comía.
-No lo puedo creer. ¿Ningún fiambre? -se sorprendió el enano.
-Ninguno –respondió Alicia–, se pierde lo mejor de la vida.


XIV

“Lo mejor de la vida” parecía una exageración. Pero esa frase, así de ingenua, me llevó a la siguiente reflexión: ¿Cómo saber si, realmente, me estaba perdiendo lo mejor de la vida? Más allá del sandwich, claro. Quiero decir: la vida en general, la vida elegida. La única manera de obtener una respuesta, supuse, era abandonar todo: pareja, trabajo, amigos, lugar de residencia, y empezar otra vez, con el riesgo de que la nueva vida defraudara mis expectativas y entonces viera, cuando ya fuera demasiado tarde, que era mejor vida la de antes. Y que, como había dicho Alicia, lo mejor de la vida era, simplemente, un sandwich de jamón y queso.


XV

En la playa todavía no lo sabía, pero desde aquel día comenzaría a tomarme la relación con Alicia de otra manera, sin pensar en el futuro. Identificado con el enano, quería hacer lo que me viniera en gana. Según él, los enanos de mar se daban los gustos en vida. Por ejemplo, en pocos minutos arribaría un cineasta de renombre internacional para filmar con él una escena de su nueva película.


XVI

La libertad del enano me intimidaba, me llamaba la atención su capacidad para generar entretenimiento, hasta que sus limitaciones naturales lo delataron como lo que realmente era: un efecto óptico del cuadro de Vasarely. El cuadro había crecido hasta abarcarlo todo, tanto que lo único que faltaba era que yo también me volviera reversible, como el enano en aquel comedor. El enano se alejó hacia el fondo y se hizo cada vez más pequeño, hasta que su forma se confundió con la de un triángulo minúsculo dentro del lienzo, entre otros triángulos que, seguramente, serían otros enanos de mar en abstracto.


XVII

¿Tan quietos estábamos con Alicia para que este mar hecho en óleo pareciera de verdad? ¿Acaso la velocidad insuperable de las imágenes de Vasarely no era posible sólo gracias a la espantosa quietud de la vida cotidiana? En un abrir y cerrar de ojos, observé que el museo de Pécs se había llenado de gente y que a Alicia la había perdido en la multitud. Afuera también ella me buscaba, y nos encontramos enseguida. Todavía nos quedaba mucho por recorrer y disfrutar. Caminamos hacia la peatonal, mientras el bullicio se apagaba a la distancia. Lo demás fue un impulso: la tomé de las manos, la miré fijo y le pregunté si se quería casar conmigo.





LA MELODIA PERFECTA


Hubo un momento, no recuerdo cuándo, en que los compacts dejaron de ser un pasatiempo placentero para transformarse en una obsesión. Debió de haber algo que desatara la anomalía, la voracidad por tener toda la música. Algo raro, porque yo no era así. Con la literatura o el cine, por ejemplo, seleccionaba más, lo cual tenía su lado positivo, ya que ver miles de películas o leer miles de libros me hubiera demandado un tiempo del que no disponía. Mientras sonaba un disco, en cambio, podía hacer otra cosa.
Inmerso en la vorágine coleccionista, no bastaba con comprar un disco al azar e incorporarlo a la discoteca. Cada compra requería un análisis previo, para ver si se justificaba. Por ejemplo, si un artista del que tenía su obra completa editaba un disco nuevo, éste se imponía solo. Con otros artistas, era la envergadura del trabajo lo que me permitía determinar si el flamante compact merecía un lugar entre los elegidos.
Además, las cajas de plástico me encantaban. Sobre todo, el sonido al cerrarse: “tac” arriba, “tac” abajo. Me ponía de mal humor cuando estaban falladas y alguno de los extremos no trababa bien. Había que detenerse en cada detalle, como el librito con las letras de las canciones, en el lugar donde las hojas iban enganchadas: la presión de los ganchos solía formar arrugas, pero buscando bien siempre encontraba compacts con el librito sano. A veces había uno solo, entre muchos del mismo título, y yo sentía que me había estado esperando.
Semejante búsqueda era incómoda, ya que en las disquerías debían de pensar que estaba loco, y más cuando me cercioraba de que el soporte circular en el que encajaba el disco no estuviera roto: como los compacts venían envueltos en celofán, la única manera de chequearlo era agitar la cajita junto a la oreja y escuchar si había algo suelto. A veces las cajitas engañaban, porque podía darse el caso de que el soporte estuviera bien e igual se escuchara un ruido, por el desplazamiento del librito.
Un día llegué a una conclusión: más allá del compact como fetiche, tanto consumo de música debía de obedecer a un objetivo más trascendente, que no era otro que el de encontrar la melodía perfecta. Y como crearla no podía, porque de música no sé nada, sólo me quedaba confiar en que alguien la creara. Eso me hizo un consumidor voraz. A lo largo de los años conocí melodías bellísimas, como la sonata Kreutzer, la Pequeña serenata nocturna, el segundo nocturno de Chopin o el "allegro molto" de la sonata para violín y piano opus setenta y cinco de Saint Saëns. Pero ninguna, según mi punto de vista, era perfecta. Quizás en lo que me quedaba de vida podía aparecer algún compositor iluminado que lo lograra. ¿Pero mientras tanto qué iba a hacer? ¿Sentarme y esperar?
Entonces me di cuenta de mi error: ¿No había más posibilidades de que esta combinación única de notas hubiese tenido lugar en el pasado? ¿Cuánta música a la que se podía tener acceso (grabada) existía? No digo que yo la tenía toda, pero sí buena parte. ¿Y no era eso una nimiedad al lado de siglos y siglos de música “en vivo”, ejecutada antes de que se inventara la forma de registrarla?
Decidí, pues, indagar en ese pasado, con el inconveniente, claro está, de que debería juzgar la eventual melodía sin escucharla, con “el sentido” como parámetro. Mi razonamiento fue el siguiente: de no haber habido una primera melodía, no hubiera habido una segunda, ni una tercera, y así sucesivamente. No hubiera habido ninguna, y el arte de la música nunca hubiera tenido lugar. De ahí que la primera melodía, o en su defecto la más antigua que se pudiera encontrar, iba a ser más importante que las siguientes, imprescindible y, por lo tanto, perfecta.
En el libro Imitaciones de la naturaleza, de Richard W. Eliot, encontré una posible respuesta. Allí se cuenta una historia que transcurre hace treinta mil años, en el paleolítico superior. Primero asistimos a las peripecias de una pareja que supera los escollos que le impiden concebir un hijo. Luego, a los primeros años de vida del nuevo ser, que provoca la felicidad de sus padres y además, a raíz de una travesura infantil, descubre la flauta, el primer instrumento melódico.
El libro comienza cuando Ana y Fabián se despiertan en una carpa y un rayo de sol les da en los rostros. Un rayo intermitente, porque afuera hay nubes y viento. Por debajo del cuero que hace de puerta se filtra la mañana, amarilla y blanca, inundando los rincones.
Estos hechos son una interpretación pseudoantropológica, del siglo quince, de trescientos dibujos supuestamente aparecidos en el muro de una caverna, atribuidos a la mujer que hemos llamado Ana (su nombre y el de Fabián son impronunciables en nuestra lengua). Eliot describe el primer dibujo: Ana se despereza. El segundo: Ana sale al aire libre, rumbo al lago. El tercero: Ana se frota la cara con agua. El cuarto: Ana llena una vasija. El quinto: Ana hace un té de hierbas. La transcripción textual, dibujo por dibujo, resulta tediosa, así que trataré de hilar un relato.
Como Fabián seguía roncando, Ana amenazó con darle el té a la primera vaca que pasara por el lugar. En minutos pasaría la manada y debían estar atentos, para no morir aplastados. Las tropillas más peligrosas eran las de los animales de mayor porte, por lo difícil que se hacía esquivarlas. Los frentes se volvían kilométricos, y si no se hallaba un lugar seguro a tiempo sobrevenía la muerte por aplastamiento sobre la llanura.
En general, la vida era dura. Hoy se estaba en un sitio y mañana en otro. Las cuevas o pequeñas carpas que Fabián construía tras cada mudanza duraban poco y nada. Además, conseguir comida era una tarea arriesgada. Casi todo lo sacaban de los lagos, con la pesca de lanza. El mayor peligro eran los cocodrilos, expectantes de la hora de caza para hacer ellos la suya. A Fabián, igual, le sobraba destreza. Entraba al agua sin temor, y hasta se diría que sus potenciales depredadores le tenían respeto.
Al escuchar la provocadora advertencia de Ana (darle el té a la primera vaca que pasara por el lugar), Fabián le ganó a la modorra. Salió de la choza y se entregó a uno de sus mayores placeres: desayunar bajo el ruido alborotado de los pájaros. Dio un sorbo y percibió una evidente mueca de angustia en Ana, que no podía expresar lo que le pasaba por lo precario del lenguaje. Ellos sabían, por ejemplo, que un árbol (o como fuera que dijesen “árbol”) era un tronco con raíces y ramas cubiertas de hojas y frutos. Al vivir rodeados de árboles, era obligatorio representarlos. Sin embargo, las limitaciones dejaban afuera las abstracciones. Hoy en día se habla sin más de la angustia, la pena, el amor y otros conceptos no contrastables, pero para llegar a eso el hombre tuvo que atravesar innumerables vidas y muertes.
Ana pintaba en las rocas, y de ahí se desprende lo que la atormentaba: a tres años de la unión con Fabián, las invocaciones a la estatuilla de Venus seguían sin dar resultado, por lo que la fertilidad de la chica empezó a ponerse en duda. Nadie decía nada, porque el lenguaje tampoco daba para eso. Y el silencio hacía peor las cosas. Parecía indiferencia, pero no. Este tipo de alteración en la naturaleza de una mujer les era extraño, ya que nunca habían vivido algo igual. Por eso, la reacción fue callar y entregarse a la gracia divina, mientras Ana luchaba día a día, mes a mes y año tras año con su impotencia. Ese día ventoso de verano anunciaba la menstruación y, por lo tanto, que una nueva esperanza de embarazo se perdería. La frustración, claro, era inconsciente. Ana sólo sentía esa angustia inexplicable que le machacaba sin tregua su instinto femenino.
El problema de la infertilidad, como dije, era una noticia para la comunidad. Y, por cierto, muy mala. Se daba por sentado que, al ingresar en la pubertad, las chicas comenzaban a lucir sus panzas, redondas como piñatas. Podía ser a los doce o trece años, o incluso antes las precoces. Una vez que se iniciaba la cadena reproductiva no paraba. Era tiempo de poblar el mundo, y estas mujeres podían llegar a tener tantos hijos como sus cuerpos les permitieran.
En ese contexto, Ana no cuajaba. Acababa de cumplir dieciséis y aún no había sido bendecida con los atributos maternos. Mientras las otras mujeres amamantaban a sus bebés, ella ocupaba el tiempo pintando. Usaba pigmentos rojos y amarillos, que extraía de minerales con óxido de hierro, y negros, que obtenía del carbón vegetal. Su técnica era de escasa precisión. En general, aplicaba las tinturas sobre las rocas, con los dedos, pero su especialidad era el soplado con huesos huecos, que provocaba una lluvia de color.
Inspirada en el entorno, Ana hacía caballos salvajes, ciervos, leones, elefantes, vacas y peces. Otros utilizaban estas representaciones en rituales, para lograr buenos resultados de caza, o por motivos religiosos. Lo de Ana, en cambio, era arte por amor al arte. Pocos en la tribu se daban cuenta de esta excentricidad. Uno era Fabián, que por eso estaba perdidamente enamorado de su mujer.
Los integrantes de la comunidad se alegraban de que Ana se empeñara en hacer algo con su vida, a la luz de que los esfuerzos por darle un hijo a Fabián iban de mal en peor. Todos querían ayudarla, así que las estatuillas de Venus habían proliferado. Mientras, la pareja probaba un sinnúmero de posturas para la cópula.
En la tribu, sin saber lo que ocurría, atribuyeron el problema a una maldición. El tiempo pasaba y el abdomen de Ana no crecía. La única solución, si la había, era redoblar las apuestas y adorar a los dioses como nunca. Para eso construyeron un monumento de piedra, de forma fálica y tres metros de alto, a fin de que Ana recibiera la tan ansiada fecundidad.
Terminaron el monumento y dieron rienda suelta a un interminable repertorio de oraciones, al compás de tambores y raspadores, hasta la noche. Las voces y el humo del fuego, sembrado en un círculo alrededor del falo gigante, parecían fundirse en el cielo. Al seguir el ascenso con atención se veía un destello: las ondas luminosas se cruzaban con las sonoras y continuaban hacia arriba.
Cuando Ana y Fabián ya se habían retirado a la carpa, el resto remató la velada con pociones que producían vértigo y euforia. Más loco que nadie, en trance, vagaba el viejo Hernán, líder de la pequeña comunidad. Lo del monumento había sido su idea, y de no funcionar no sabría cómo explicarlo. Pero al final el “milagro” ocurrió: de repente, de aquel punto imaginario del cielo bajó un haz cónico de una luz blanca muy intensa, que capturó la carpa en la que Ana y Fabián, como cada día antes de dormir, acababan de hacer el amor. La luz, de tan imponente, hizo que la carpa se volviera invisible por unos segundos.
Pasaron los meses hasta contar nueve y nació una gordita de ojos verdes cuyo nombre era igual de impronunciable que el de sus padres, por lo que la llamaremos Ema. Hoy sabemos que Ema no nació de milagro, sino que un espermatozoide debió viajar por una trompa de Falopio y meterse en el óvulo. Después, el óvulo fecundado debió depositarse en el útero y comenzar a desarrollarse. Habría que ver, por eso, si la carpa realmente permaneció quieta durante el lapso en que dejó de verse. Una posibilidad (y esta especulación excede a Eliot) es que haya sido absorbida por extraterrestres “solidarios”, que supieran que la potencia de los espermatozoides era proporcional a la fuerza de gravedad: a menor gravedad, mayor poder. De todas formas, esto es secundario.
Lo concreto es que Ema creció como cualquier chico, pero casi no habló hasta cumplir tres años. Y no por tener algún problema, sino porque no sabía qué decir. Prefería concentrarse en ver, oír, tocar, comer. Como su papá, disfrutaba del canto de los pájaros. De tanto observarlos, comenzó a soñar que podía volar, que le bastaba con pegar un saltito para quedar paralela a la superficie y deslizarse por el aire a voluntad. Soñaba que volaba cada vez más alto, hasta que de golpe se venía a pique. Y se despertaba desilusionada.
Sin darse por vencida, pensó que con un par de frondosas ramas de árbol (una atada en cada brazo) podría suplir la falta de alas. Pero como su altura no le permitía llegar a las copas y derribar las ramas adecuadas, le pidió a sus padres:
-¿Ustedes podrían hacerme el favor de cortarme dos ramas de árbol, lo suficientemente grandes como para que me sirvan de alas?
Ana y Fabián no lo podían creer. Todo lo que habían incentivado a Ema para que hablara, al fin, rendía sus frutos. Tanto que la pigmea se despachó así, como si fuera una adulta. Y la madre sorprendida, sin saber qué contestarle, le preguntó:
-¿Cómo ramas para hacerte alas?
Ema hubiera esperado otra respuesta. ¿Para qué servía ser hija de una artista si sus reacciones iban a ser iguales a las de cualquier mamá? Ni una palabra más, entonces, por lo menos durante varios días, volvería a salir de su boca. Se convenció de que hablar, al fin y al cabo, no servía para nada. Y se fue sola por ahí, pensando en otra manera de lograr su cometido. Había visto que el que derribaba ramas como ninguno era el pájaro carpintero, y pensó que si se lo pedía el ave tal vez le podía hacer el favor. Sólo debía encontrar la forma de hacerse entender.
Ema se pasaba las horas al pie de un árbol. Ana la observaba y se preocupaba, pero nunca tanto como el día en que la nena desapareció. La buscaron durante horas, y cuando muchos ya la daban por perdida regresó lo más campante, como si volviera de unas vacaciones. Su reaparición fue emotiva, y en el jolgorio nadie se percató de que en una de sus manos la chica llevaba un hueso hueco, como los que usaba la madre para la técnica del soplado. La diferencia era que éste tenía dos agujeros en uno de los lados.
Lo que traía Ema era una especie de flauta, con la que había descubierto que si soplaba por un extremo, mientras tapaba y destapaba con los dedos los agujeros intermedios, surgían sonidos que se parecían a los de las aves. ¡Qué gran paso! ¿Quién podía robarle la ilusión de que eso sería suficiente para comunicarse con el pájaro carpintero?
Con la flauta, Ema comenzó a llenar sus silencios, esos que tanto alarmaban a sus padres. Hasta que se dio cuenta de que, por mucho que se esforzara en lograr la atención del ave, no iba a alcanzar su propósito. Así, su deseo de volar quedaría postergado una vez más. Pero la empresa no había sido en vano, ya que su misión iba a tener por derivación un gran provecho.
La primera vez que Ana tomó la flauta entre sus manos, se preguntó cómo había sido tan imbécil de no haberla inventado ella misma, que se la pasaba soplando por un cilindro similar. Igual, no era tarde para saldar cuentas con la autoestima. Si bien no había creado el instrumento, podía perfeccionarlo. Le llevó un tiempo, hasta que razonó que si con dos agujeros obtenía cuatro notas, a medida que agregara agujeros conseguiría más. Era regla de tres simple. Entonces buscó un trozo de hueso un poco más largo que el original y le hizo cuatro orificios. Con siete el espectro sonoro hubiese sido aún mayor, pero Ana quería que la flauta le sirviera de inspiración mientras pintaba, y para eso necesitaba que una mano le quedara libre.
Acto seguido se puso a improvisar. Sus movimientos obedecían a los latidos del propio corazón, al color de los pigmentos, al zumbido del viento en las ramas, al roce del agua en las rocas y a la polifonía de los alaridos emitidos por los animales. Así, con estos arrebatos emocionales espontáneos hechos de armonía, ritmo y melodía, Ana lograba un inédito grado de abstracción, sin sospechar que en su delirio estaba prefigurando la música.





MI PRIMERA NOVELA


A comienzos de dos mil dos terminé mi primera novela. La leyeron mi mujer, mi mamá y mi suegra. Faltaba que la leyera mi abuela, pero yo quería dársela a algún escritor. Como escritores amigos no tenía, pensé en César Aira. Primero me fijé en la guía telefónica y subrayé un “César Aira” que vivía en la calle Bonorino, en Flores. En base a las reseñas sobre su vida y varios de sus relatos, ésa debía de ser su casa. Llamé y atendió un contestador automático. La voz decía: “Se comunicó con el cuatro, seis, tres, uno, etcétera..., deje el mensaje”. ¿Era la voz de Aira? En realidad dudé, porque me la había imaginado más grave. Pero luego pensé que ese timbre adolescente era el más adecuado a su aspecto (lo conocía por una o dos fotos que eran las que se repetían junto a su currículum en las solapas de sus libros).
Enseguida puse en marcha el plan “b”. Agarré el coche y fui hasta su supuesta casa. Como no sabía qué piso era (nunca había reparado en que las guías telefónicas no traen este dato) y no quería darle detalles al encargado, entré en un bar desde donde se podía ver quién entraba y salía del edificio. Pedí un café y esperé, con paciencia. Como el lugar no cerraba de noche, me quedé más de veinticuatro horas de guardia. Igual, Aira nunca apareció.
Entonces empecé a dudar, a preguntarme si serían reales el teléfono y la dirección, o sólo una ficcionalización del escritor para conservar su acostumbrado bajo perfil. Quizás hasta ni su nombre fuera César Aira, pero no lo sabía. Me resistía a aceptar que el tipo hubiera inventado una “vida pública”, con identidad y domicilio falsos, para mantenerse a salvo de "persecuciones" como la mía. En algunas de sus novelas había indicios: que su esposa se llamaba Liliana, que tenía hijos... Claro que las pistas siempre eran ambiguas. Se mezclaban el Aira escritor con el Aira personaje, y había una tensión inextricable entre lo real y lo verosímil. En cuanto a los datos biográficos, era público que había nacido en Coronel Pringles, y que desde hacía treinta y cinco años vivía en Flores. Pero volvía a dudar. ¿Serían datos verídicos, o sólo un relleno ficticio para completar las solapas de sus libros?
La oportunidad, finalmente, se me presentó en la Feria del Libro, en abril de ese año. Leí en el diario que Aira iba a estar en la presentación de Cumpleaños, por entonces su última obra. Mi primera reacción, entonces, fue pensar que se trataba de un error: ¿no sería aquel anuncio un abuso de los organizadores, sin que Aira se hubiera comprometido a asistir? De cualquier manera, yo debía estar ahí y ver qué pasaba.
El día señalado, ante mis ojos incrédulos, Aira apareció. Subió por una escalera mecánica hasta el piso del salón donde habían programado el acto, acompañado por una mujer que debía de ser su esposa. De inmediato, tomé coraje y me acerqué:
-Hola, César -le di la mano y fui directo al grano-, quería saber si leés cosas de otros para darles una opinión.
Aira, sorprendido por cómo lo había abordado, hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza y me preguntó:
-¿Qué escribiste?
-Una novela.
-¡Pero che, todos escriben novelas! –dijo irónico. Luego me pidió un papel para anotarme su dirección-. Mandamelá, pero no me apures. Yo después te contesto.
Se la llevé al día siguiente, en un sobre, con mis datos adjuntos en una hoja. Tres semanas después, Aira dejó un mensaje en el contestador de mi casa y dijo que se iba a comunicar más tarde, o al día siguiente. Por suerte, no dejó que pasara la noche en vela, dando vueltas de ansiedad en la cama. Pasadas las ocho, sonó el teléfono y era él otra vez.
-Leí tu novela –dijo.
Yo moría por escuchar su opinión, pero para no parecer desesperado deslicé un rodeo innecesario:
-¡Ah, qué bueno!
Él también prefirió mantener el suspenso:
-Sí, la terminé el mismo día que me la trajiste, pero tuve cosas que hacer y no te pude llamar.
-¿Y qué te pareció? –le pregunté por fin.
-Ah, me gustó muchísimo. Me gustaría que nos encontremos.
Entonces quedamos en vernos al día siguiente, a las cinco de la tarde, a medio camino entre su casa y la mía: el bar Lumiton, en Boyacá y Gaona. Antes de cortar, ofreció llevarme su última novela, pero le dije que ya la había comprado en la Feria, a lo que él me contestó que ésa no era la última, sino que había una nueva que todavía no se había publicado.
Al día siguiente llegué a Lumiton a la hora convenida y Aira quince minutos después. Pidió agua mineral porque no andaba bien del estómago y puso sus cigarrillos sobre la mesa. En una bolsa, además de mi novela, traía cinco de su autoría: Varamo (por entonces inédita) Los fantasmas, Los dos payasos, Un episodio en la vida del pintor viajero y un breve relato titulado El infinito, que compartía un minúsculo librito, de edición colombiana, con Duchamp en México.
Primero hablamos de bueyes perdidos, confesó que era adicto a la televisión chimentera y aseguró: “No hay como la Rocasalvo”. Luego se quejó de no poder mirar más seguido ese tipo de programas: “En mi familia son todos muy intelectuales y no me dejan”, dijo. También me habló maravillas de Las chicas superpoderosas y El laboratorio de Dexter. Yo, que no estaba al tanto de la nueva generación de dibujos animados, escuchaba anonadado, como si un mago me estuviera revelando sus secretos, o mejor (a juzgar por las obras más desopilantes de Aira), algunas de sus fuentes de inspiración.
Sobre mi novela, se limitó a decir:
-Muy inteligente, pero le falta compromiso.
Y tenía razón. Porque a pesar de que estaba escrita en primera persona, el narrador no era yo, sino Pedro Migré. Mi esposa en la ficción se llamaba Alicia. Y no hacía falta consultar un mapa para saber que Aurora, donde transcurría la historia, era un pueblo inventado. Pero la causa de estos disfraces no era caprichosa. El hecho era que yo escribía poemas, novelas no podía. Me sobraban las palabras por todos lados y terminaba tachando y sacrificando la mayor parte, transformando el saldo en un poema. Al indagar en la causa de este inconveniente, se me ocurrió la historia de un chico, Pedro Migré, a quien en la escuela primaria se le atribuye un parentesco con Alberto Migré y por ese motivo le queda un trauma que le impedirá, ya de adulto, convertirse en escritor de novelas.
Para que se entienda mejor, rememoro aquel borrador leído por Aira, destruido en uno de mis típicos ataques de anorexia prosaica: en Aurora, el primer día de clases, la maestra Irene pasaba lista: ¿Alves, Gabriel? Presente, señorita. ¿Arregui, Cristina? Presente, señorita. Tras veinte nombres y apellidos con sus veinte repetidas respuestas, era mi turno. ¿Migré, Pedro? Presente, señorita. La maestra se quedaba pensando... Leía lo que le quedaba de la lista sin prestar atención y al final, como no aguantaba la curiosidad, volvía: ¿Migré? Presente, señorita, volvía a decir yo (digo “yo” o “mi” para agilizar el relato). Irene contenía la risa por mi inocencia y me preguntaba si tenía algún parentesco con Alberto Migré. Yo la miraba confundido. Migré, el de las novelas, insistía Irene. Mi silencio se debía no sólo a que desconocía que Migré era un famoso autor de telenovelas, sino también a que ignoraba el significado de la palabra “parentesco”. En suma, al callar otorgaba, y me condenaban por el resto de la primaria a ser el sobrino de Alberto Migré.
A la salida de la escuela, solía escuchar a las madres cuando comentaban que Alberto Migré y yo parecíamos dos gotas de agua. Yo oía lo que se decía y, por confusión y por timidez, me callaba. Para mí, Alberto Migré pasaría a ser, como afirmaban esas mujeres, y como había dicho mi maestra, “el de las novelas”. Al punto que comenzaría a creer que todas las novelas, tanto las televisivas como las literarias, le pertenecían a Migré.
De vuelta de la escuela, tomaba la merienda y Gladys, la mucama, planchaba y miraba Trampa para un soñador. “Otra vez la novela de Migré”, pensaba yo (sin saber que el autor, en realidad, era Luis Gayo Paz). La chica humedecía la ropa con una botella de plástico amarilla, cuya tapa dosificaba la salida del agua. Gladys, con la vista fija en la pantalla, parecía soñar con tener algún día la suerte de “Valeria” (la heroína) y conseguir un novio como “Lito” (el galán).
Mientras tanto, yo seguía sin saber quién era Alberto Migré. Es decir, una idea tenía por lo que se hablaba, pero nunca lo había visto. Una noche, durante la cena, le preguntaba a mi mamá y ella me explicaba que Migré era el que escribía las novelas de la televisión, el que les daba a los actores lo que tenían que decir. Ah, como la novela que mira Gladys, asociaba yo. ¿Qué novela mira Gladys?, se sorprendía mi mamá, que se pasaba el día fuera de casa y no podía controlar lo que hacía la empleada. No sé, una novela, decía yo. Mi mamá continuaba: que por qué le estaba haciendo esa pregunta. Ella debía de imaginarse que era por el apellido compartido, pero me seguía la corriente: ¡Contame, dale! Y yo, mientras tanto, trataba de recordar la palabra “parentesco”. La tenía en la punta de la lengua, hasta que al fin lograba decirle que la maestra me había preguntado si tenía algún parentesco con Alberto Migré. Mi mamá respondía que si Alberto Migré fuera nuestro pariente no estaríamos como estamos. ¿Y cómo estamos?, preguntaba yo, más confundido aún. Que no, Pedrito, intentaba aclararme mi mamá, que era un chiste, que a la maestra le dijera que no.
Pero en la escuela estaban todos tan encantados de que allí hubiese un familiar de Alberto Migré que desmentirlo resultaba inútil. No me llevaban el apunte, al tiempo que yo les tomaba cada vez más odio a Migré y a sus novelas, lo que en mi limitado universo infantil se proyectaba a todas las novelas. Esto, a la larga, iba a dejar sus secuelas en mí. Ya de grande, me proponía ser escritor, pero me invadía una pesadilla recurrente, el costo de ese anhelo: mi rostro se convertía en el de Alberto Migré y la mucama que me había torturado con Trampa para un soñador se multiplicaba en cientos de clones que me perseguían y me pedían autógrafos en la presentación de mi libro.
Casi convencido de que nunca podría escribir una novela, se me ocurría un antídoto contra el trauma: el Ejercicio Ezquizoide de Enajenación, que me permitiría dejar de ser Pedro Migré mientras escribía. La cuestión era que el personaje, Pedro, padecía una neurosis obsesiva. Si no respetaba ciertos rituales a diario sentía que “corría el riesgo” de parecerse a cualquier persona que se le cruzara por la cabeza. La clave, pues, era abandonar esos rituales y que los infinitos seres que lo atormentaban se apoderaran de él de una sola vez, se neutralizaran unos a otros y dieran lugar a un álter ego, que llevara por nombre el mío verdadero.





CALDERA


A Caldera lo llamaban “locutor” porque conducía un programa en la radio. Miguel Caldera se llamaba, y tenía la particularidad de pronunciar mal la letra r (en vez de “erre”, decía “egrgre”). Por eso se había propuesto “traducir” sus alocuciones a un castellano limitado, en el que no existiera el sonido “rr”. Por ejemplo, si a la hora de las noticias el redactor le pasaba un texto que decía: “El terremoto en Israel arrojó un saldo de ciento cincuenta muertos y doscientos heridos, varios de ellos con pronóstico reservado”, Caldera decía: “El sismo en Medio Oriente dejó un saldo de ciento cincuenta muertos y doscientos heridos, varios de ellos muy graves”. Tan canchero llegó a ponerse Caldera en su estudiado disimulo que dejó de hacer las anotaciones previas en un papel, confiado en poder improvisar y reformar cada uno de los textos directamente al aire, en tiempo real. Había ciertas palabras que parecían imposibles de reemplazar, pero Caldera se las ingeniaba con algún rodeo para decir lo mismo sin quedar en evidencia. De hecho, en la radio en la que trabajaba no conocían su defecto. El que sospechaba algo era el redactor del noticiero, porque no había vez que Caldera no modificara los textos que él le pasaba. Si bien al principio el redactor pensó que este recurso debía de ser un gaje del oficio, llegó un punto en que empezó a revisar cuáles eran las palabras descartadas. Pero Caldera, bien atento, se dio cuenta de la persecución y, para despistar, empezó a relegar también otras palabras que no tenían el sonido “rr”. Esa estrategia primero le funcionó, hasta que a la larga el redactor descubrió que las únicas palabras que Caldera nunca pronunciaba eran las que tenían “erre”. A partir de ahí se abrió un combate lingüístico entre los dos, que les hacía más llevadera la rutina laboral: uno colocaba, adrede, cada vez más palabras con “erre”, mientras el otro agudizaba su ingenio para salir airoso de cada situación.





DESAYUNO


Robert hacía zapping en el dial: los últimos acordes del piano de Bill Evans en Little Lulú se mezclaban con los golpes en la puerta del estudio y las escobillas machacantes de Paul Motian. La sirvienta llamó otra vez. Sin mediar aprobación del patrón, entró, dejó el desayuno y un ejemplar del New York Times. Robert, atento a la música, se sobresaltó y agradeció, todo en un mismo gesto. Echó un vistazo a las noticias y apuró el movimiento de su mandíbula para triturar las tostadas que se llevaba a la boca. Se tragó lo que le quedaba de café, despejó el escritorio y separó un bloc de hojas para empezar a trabajar. Ahora era el turno de Speak like a child, con su ritmo percusivo sobre la melodía de Hancock, similar al sonido de un reloj a cuerda, amplificado por la impaciencia de Robert. Afuera, el invierno dejaba un coletazo: la nevada en abril previa al adiós.





LA ARAÑA


Acá no es como en el cine, que antes de empezar la función se apagan todas las luces de la sala. Acá, la araña central queda encendida para iluminar el fresco del techo. Se puede mirar el escenario o mirar el techo, como un atractivo más. Está, también, la posibilidad de combinar ambas cosas: escuchar la música que viene del escenario mirando el techo. Es la mejor opción, porque la ubicación es incómoda para mirar el escenario. Hay que ponerse en el borde del asiento, asomarse y apoyar los brazos en la baranda. Eso, si se quiere confirmar que lo que suena allí abajo es, efectivamente, lo que los músicos están tocando. Si tal o cual timbre concuerda con el instrumento ejecutado. De otro modo, es mejor respaldarse y cerrar los ojos, o mirar el techo. O por momentos hacer una cosa, por momentos otra. Mirar el techo, igual, deja bastante que desear, porque esa araña, que alguna vez fue el orgullo de la ciudad, ya no es lo que era. De las lamparitas brilla sólo la tercera parte. Las demás se quemaron y no subieron a cambiarlas. Es difícil treparse hasta allí. Como no hay escaleras tan largas, usan arneses. Por eso primero dejan que se queme la mayoría de las lamparitas, así se justifica el trabajo.





UN HOMBRE SENTADO EN UN SILLON


Hay un hombre sentado en un sillón. El hombre usa barba y ahora se mete la patilla de los anteojos en la boca. Mueve las manos, ahora las deja quietas. Dice que sí con la cabeza. Observa serio, con una pierna cruzada sobre la otra. Es canoso, usa camisa y pantalón. De golpe, rompe el silencio. Mueve las manos para acompañar las palabras. Hasta que se detiene y, tomándose de los apoyabrazos, se acomoda mejor. Prefiere escuchar más que hablar, o al menos eso parece porque es lo que hace la mayor parte del tiempo.
Enfrente hay otro hombre. También es canoso y de barba. Usa traje oscuro y, éste sí, no para de hablar. El hombre, no el traje. Se ve que tiene un mazo de cartas entre las manos, que comienza a mezclar. Coloca las cartas en hilera sobre una mesa pequeña. Ambos hombres ríen, juegan a un juego que los demás no entienden. En el fondo, las ventanas proyectan su sombra. Es como si estuvieran adentro de la casa.
En la habitación de al lado, el baño, la esposa del primer hombre acaba de salir de la ducha y se ha puesto la bata azul. Se seca el pelo con una toalla y se sienta delante de un espejo. El pelo es rubio y algo enrulado. La mujer se mira los ojos, tratando de percibir qué hay en el fondo. Se queda esperando, no sabe bien qué.
Afuera todavía es de día. Un tercer hombre camina junto a una segunda mujer por el parque. No se escucha lo que dicen. De repente, sobre una pared, aparece una formación de espíritus que miran al tercer hombre. Este los mira a su vez y se va de sí, comienza a gritarles con confianza. Los espíritus prenden velas y el hombre cierra los ojos.
La casa es grande, con tantos ambientes que muchos de los que allí viven pasan días enteros sin verse la cara. En otra habitación hay una tercera mujer hablando por teléfono. Es un teléfono antiguo, amurado sobre la pared. Un hombre que no es su marido la mira, trata de comprender lo que habla. Cuando corta, entre un llamado y otro ambos se toman de la mano y corren fuera de la casa hasta llegar a un lago. Allí se quedan, apreciando el reflejo de las nubes, porque es un día nublado, y el leve movimiento del agua en círculos concéntricos.
Pero no todo es color de rosas. Hace pocas horas, uno de los habitantes de la casa fue llevado preso por algún delito no revelado. Se lo llevaron y lo introdujeron en una sala de interrogatorio. Las preguntas las hace una mujer policía. Le muestra un papel arrugado con algunas inscripciones. El hombre parece no tener voluntad de hablar. Ha dejado a sus hijas en la terraza de la casa. Una, la mayor, dando vueltas en bicicleta, con un equipo de gimnasia rosa fuerte. La otra, con sus piernas cortas, corriendo detrás. No se cansan. Cae la tarde y ni siquiera hay viento, porque la ropa tendida está inmóvil como una foto. Más lejos, otra terraza con otra nena y, también, el reflejo amarillo del último sol, que se filtra por una grieta imprevista del nubarrón macizo.
En realidad, todos están disimulando. Hasta hay un integrante de la familia que se hizo pasar por muerto para llamar la atención. Los que más lo querían se distraen en el velorio. A esta hora, y si todo salió como tenían previsto, los protagonistas ya deben de haberse casado. Estarán volando, él con su smoking, ella con su vestido blanco, hacia otro lugar y otro tiempo. Cuando regresen a la casa, el fondo será pura coincidencia. Las teclas del piano de Poulenc y la batidora manual de la mujer, un tenedor girando en un jarrito. En unos minutos estarán listos los huevos revueltos. El hombre, tendido en el sillón con la cabeza en un apoyabrazos y los pies en el otro, se dará cuenta de que todo lo que escriba ya habrá sido escrito. Entonces se meterá en la cama y sentirá que allí dentro está demasiado frío. La mujer ya habrá terminado de cocinar y lo estará esperando bajo la frazada y su poncho. Antes de dormirse, le mirará el pelo y descubrirá, sobre la nuca, una matita subiendo, rascando colita.

miércoles, 13 de junio de 2007

Relatos

Textos más recientes, de 2006.



LA MUDANZA

I

Uno sabe que es ansioso, lo que no sabe es que está cada vez peor. Es algo que se puede comprobar, por ejemplo, antes de una mudanza. Basta con vivir en un departamento de dos ambientes y querer mudarse a uno de tres para que las condiciones estén dadas. El problema, o mejor dicho uno de los problemas, es hacer una operación simultánea. Vender para poder comprar, sincronizarlo bien. Aparecen las dudas propias del mecanismo. Si se vende y aún no se compra, ¿dónde va a ir uno a vivir? O al revés, ¿cómo se paga el departamento nuevo si todavía no se vendió el viejo? Etcétera, etcétera. Se busca asesoramiento, por ejemplo de una inmobiliaria, siempre y cuando sea de confianza.


II

Yo conozco una inmobiliaria. Un lugar chico, atendido por sus dueños. Lo que no me explico es por qué se llama Chasqui. Chasquis, si mal no recuerdo, eran los indígenas que llevaban y traían la correspondencia. Pero esto no tiene nada de correo, es una inmobiliaria.


III

Puede que atienda Rogelio y lo primero que diga, con tono paternal, es que el paso principal ya está dado. Quiere decir, poner en venta el departamento. Hay que tasarlo, firmar un contrato. Suena razonable. Además, hay que combinar un día para que vayan a tomar las medidas. Y también a recabar una serie de variables que pesan a la hora de establecer un precio. Es probable que el valor sea bastante más alto de lo que pensamos, lo que abre dos posibilidades: o buscan tentarnos para que les cedamos la propiedad, o es cierto lo que se dicen los diarios y la televisión, de que los precios han vuelto a los valores del uno a uno. Al cabo, si nos convencen, uno firma unos papeles y entrega una copia de la escritura a la inmobiliaria, que por un lapso de setenta días adquiere la potestad de vender el departamento y cobrar una comisión. Si uno va recomendado, es probable que le hagan un descuento en el porcentaje.


IV

En general, el fin de semana siguiente ponen un aviso en los clasificados del diario y mandan a una persona para que haga la guardia. Puede ser entre las tres y las seis de la tarde, o entre las cuatro y las siete, según la época del año, por la hora en que anochece. La situación es nueva, claro, y genera temores. Por ejemplo, a ser víctima de un asalto, sobre todo si la transacción ocurre en un país que atraviesa una fuerte crisis de inseguridad. La situación de mostrarle a extraños un departamento habitado puede ser una tentación para el hampa.


V

Un interrogante bastante común es qué hacer tres horas con la persona de la guardia. ¿Hay que estar con ella y conversar, o dejarla sola en la cocina mientras uno hace otra cosa? Es difícil saberlo de antemano. Lo mejor es relajarse y ver cómo se van dando las cosas.


VI

En realidad, no hay que prever tanto. Porque puede pasar que los preparativos al final no sirvan para nada. Que uno se quede tres horas esperando a que suene el portero eléctrico, rogando que venga alguien que haya leído el aviso, y nada. Tampoco hay que pensar que el departamento se va a vender enseguida, y que su amplitud y excelente estado de conservación son dos poderosas armas de seducción a la hora de conseguir compradores. Parece obvio, pero para que eso ocurra primero la gente lo tiene que ver.


VII

Por las dudas, y ante el desconcierto que provoca el eventual desaire, es recomendable ir hasta la planta baja para asegurarse de que el portero eléctrico funciona bien, que no sea un desperfecto en el aparato la causa de que decenas de personas interesadas se vayan luego de insistir una y otra vez con el botón apretado, sin obtener respuesta. Si uno toca y arriba atienden, esa hipótesis queda descartada.


VIII

Lo mejor para combatir la ansiedad que provoca la espera es ver si salieron avisos de departamentos para comprar que coincidan con lo que nosotros estamos buscando. Si hay algo, se puede dejar a la mujer de uno con la persona de la inmobiliaria y salir a hacer una recorrida. Aunque a nuestra mujer no le guste, hay que tratar de convencerla de que es la mejor forma de optimizar el tiempo. En alguno de esos avisos puede estar nuestra futura vivienda.



EL EDIFICIO

Enfrente hay un lugar que no sabemos lo que es. Podría ser un hotel. Un hotel moderno, de varias estrellas. Tiene diecinueve ventanas, algunas iluminadas. Además, hay una especie de pasarela por la que de vez en cuando camina gente. De noche se ven los televisores. Se trata de uno de los edificios más grandes de la manzana. Cada vez que viene alguien a mi casa nos ponemos a especular sobre qué funcionará allí dentro. Dicen que un hotel no, porque ven que algunas personas andan en silla de ruedas por la pasarela. Que lo más probable es que sea un geriátrico. Pero cuando nos quedamos mirando observamos que todas las personas que salen a la pasarela lo hacen en silla de ruedas. Eso cambia nuestra idea de lo que hay allí enfrente. Concluimos en que tiene que ser un centro de rehabilitación para pacientes con problemas ambulatorios. También, claro, podríamos dar una vuelta manzana, pasar frente al edificio y ver si hay algún cartel que nos quite todas las dudas.



LA ROPA

Los Albarado son un matrimonio común y corriente. Ella se llama Susana, una ama de casa que se pone feliz cuando cuelga la ropa en el lavadero y el viento la mueve. “Se va a secar rápido”, piensa. Parece una estupidez, pero la realidad es que el clima húmedo, muy típico en la costa galesa, es toda una complicación. La soga permanece llena durante días, con la ropa mojada, muerta de risa, hasta que al final toma olor feo y hay que volver a lavarla.



FIDEOS

A mí lo que me gusta es que das la directiva y movés la manito. Porque vos tenés un tema con la mano. ¿Te acordás de la paleta? Si no es la manito es el dedito. Movés el dedito desde atrás, me cargás, te reís, me das besos, te vas a ver si ya están los fideos. Faltan cuatro minutos más o menos. Hasta que me decís: ¿Venís? Y yo voy. Voy y los cuelo. Eso es lo que más te gusta, me decís. Y querés ver mi cara para comprobar si es verdad.



CUADRADO

Es un cuadrado, casi cuadrado, un poco más ancho que alto. A la izquierda termina una pared de ladrillos, un costado en el vidrio y el otro en pintura blanca. Entonces, como producto de la primera terminación, empieza un frente transparente, sólo interrumpido por un marco de metal, en forma de “u” invertida, y dos manijas largas en sentido vertical, una del lado de adentro y otra del lado de afuera. Ese es el límite entre el mosaico y el mármol. Viene el mármol, vaya a saber uno de qué color, a la izquierda unas plantas y adelante el escalón, el semicírculo, adornado en el borde con dos canaletas. Es espejo también, pero después no, al bajar, porque hay baldosas y las baldosas son opacas. Hay todo un ancho de vereda hasta el árbol, y a continuación un auto estacionado. Pasa un hombre con la camisa afuera. Con las piernas bastante separadas, camina. Pasa un joven con buzo y mochila. Pasa un taxi y luego un auto, por el empedrado. Aunque durante varios minutos no pasa nada. La mayor parte del tiempo no pasa nada, y menos un domingo.



DISCO

En esta grabación, de tan extraordinaria que es, da la sensación de que el que canta lo está haciendo alcoholizado. Escuchamos bien el espanto, como volver a la sensación de aquella mañana. En un restorán sentimos el ruido, en la calle. Conozco tu pueblo. Hablás con alguien como si estuviera hablando con vos, pero en realidad ya habló antes, cuando no estabas. Qué linda consigna. ¿Qué le ponemos arriba? A lo mejor no lo recordás, pero mi objeto preferido es un disco de plástico rosa. Estamos armando la casa con canciones como ésta. ¿Estás sola? ¿Preguntarán eso o cuánta plata tenemos para negociar? Porque cuando firmamos el mutuo se establecía que no se podía pagar nada por fuera. Nos prometieron el oro y el moro, e igual no alcanza. Una cosa más, la última: se habla del asunto cuando se refieren a ella. Y la verdad es que ella, así como la ves, recorrió toda Rusia, todas las provincias rusas. Decía que ni la barrera del idioma se interpone en las canciones, que perciben la sinceridad del cantante y por eso se entregan, como si fuera una colecta que todavía se va a extender unos días más.



EL CHICO DEL ESPACIO

Tiene catorce años y está cambiando con la moda. Esta es mi comida, dice, y esta es mi muñeca, mi juguete. Dice cómo se llama, pero no se entiende. Prefiere dormir en el hotel. Es como si viniera del futuro a parar en la esquina. No se puede controlar. Cada uno de sus movimientos es una intriga. Como no tiene tiempo, mira alrededor y se mueve con un arma, va buscando su destino, pero nadie le cree. Mira el sol y sus ojos parecen cucharas con el mismo deseo. La electricidad es rica y romántica. Por eso mira y mira, sin sentirse culpable. Está buscando algo o llamando al día. Yo era un artista, dice, pero ya estoy viejo y no puedo dormir. Es muy excitante ver cómo se produce el descenso. Hay silencio, suspenso, eructo, hasta que se pone en evidencia y le agarra vergüenza. Entonces vuelve a correr, rebelde, y lo único que quiere es contar la verdad. Ahí aparece la ametralladora, no la tenía escondida. Qué rápido se deteriora su voz, susurra y raspa. Brasil lo espera, tal vez, pero un Brasil anglosajón. Claro, ya no hay vuelta atrás y se traslada sin escalas. El hombre anciano... Yo diría: hasta el hombre anciano se pone colorado.



SILICONA

La silicona no era dañina. Había una necesidad terrible. Era un tema que nos apasionaba y no sabíamos cuándo se iba a resolver. El profesor, por ejemplo, era un experto, y hablaba de tormenta en el mundo musulmán. Había una expresión de inquietud en la cara distinguida. Sonaba extraño, pero no sabía leer ni escribir. Al menos prendía el horno para que se calentara. Miraba la camioneta que venía y pensaba que si ladraba un perro, los otros lo iban a seguir. Y que si venía un tren, después iba a venir otro.



JOVENCITAS

Hay unas jovencitas muy atrevidas. ¿Estaré para enamorar a una mujer? Tengo una idea. Salir los viernes a la noche a dar una serie de conferencias. Para mí que van todos. Pero usted va a tener que trabajar. Ahora empieza un poco el calorcito y le tocamos la mano a la novia. Sería conveniente, incluso por motivos de salud. El tiempo, al cabo, debería salvar nuestras almas. Quiero decir, cuando vuelva a verte y trates de apalearme o besarme. Porque aunque parezca que nada te importa, sé que igual vas a tratar de hacerlo. Detrás de la puerta está el padre tocando una armónica, cada vez más bajo. Sus ojos están rotos, quiere irse a flotar por ahí. Ahora, en su mente, sopla y sopla más de lo que suponía.



RULITO

Mientras trato de describir la sensación del rulito, me dicen que puedo seguir durmiendo como un haragán, hasta volverme loco. En este salón, a la medianoche, hay demasiada nicotina. Los tambores chillan por la paz en el cielo. Está bien, uno puede prenderlo o apagarlo, pasarse el peine, afinar mucho la voz, hasta que nadie lo reconozca. ¿Leche o champagne con un buen plato de carne? La sensación es tener el estrecho tubo de pelo con la pinza de tres dedos, un tubo por tirabuzón cada vez más duro, hasta que se dobla y se retuerce, como si el fuego lo rodeara. Luego, sobre una de las laderas, el tren se rompe (todos lo saben) bajo el constante brillo del sol.



DICTADOR

El dictador perpetuo se trae una dama. Deja que la gente venga y se posicione. La casa amarilla que proyectó era como de mariscal. Caminata y perorata, al lado de la hamaca. Es una especie de muestrario a medio terminar. Hasta el coreano puede hablar de las rajaduras del cielo. Es el problema del hablar pausado, es más fuerte la ofensa. El calzado no deja huella, porque no quiere que se sepa si va o viene. Se habla que fue una locura, por el exterminio. Hay uno que disfraza a los chicos, los manda como carne de cañón. Ellos van, entre vestigios de peces raros, y se alimentan de camaroncitos. Avanzan hacia las lagunas, en una expedición silenciosa. Seguro pararán dos o tres noches en la selva.



MERCADO

Dentro del mercado, con toda tranquilidad. En la calle, las mujeres no llevan collares. A esta zona la llaman el colmenar. Todos los museos son muy pequeños cuando tenemos los raudales. Algunos salen de circulación: la vaca que mira, el camión y el auto que ya no se hace más. Es mucha plata ya pintar. Abrieron una brecha y la localidad quedó fuera del lago. Cada diez metros hay frutillas, la altura máxima no supera al árbol.



INTUICION

La intuición me lleva al pájaro. Cada día pienso en una jovencita, en el camino, que viene hacia mí con el sombrero azul. Si hay luz, voy hacia ella, porque esa es mi vida. Toda la gente se da cuenta, miles de personas que, realmente, no tienen nada que hacer. De otro modo, saldrían hasta la esquina a parar los camiones e impedirles el paso, por más que eso implique un sacrificio demasiado alto. Yo sé que alguien está bajando, el ascensor hace ruido. Y entonces hace ruido mi cabeza. Ayer, los que cantaban eran menos, pero mejores. Ahora se llora y no quieren llorar, porque lo dice el que afinaba como nadie. La distancia son tres mil kilómetros por mar, y arriba hay sol en cualquier parte.



DURANTE EL ARREBATO

En aquel momento, una mujer de cierta edad la tocó y se despegó de la mesa. Después empezó a pedir comida. ¿Qué se podía esperar de alguien que se casaba sin haberlo deseado? Sobre todo, si ese alguien siempre se animaba a hacer todo lo que le gustaba. Por ejemplo, prendía las luces en la ciudad, a la noche, cuando estaban apagadas. Iba con palo, trapo y kerosén. Más tarde, con los codos sobre la mesa y las manos entrelazadas en un puño, daba la sensación de que estaba rezando. No quería llorar aunque le pesaran las cadenas. La gran pregunta, entonces, era qué podía hacer en su situación. Y ahí vino la respuesta: comprarse un perro y sacarlo a pasear todas las noches, de paso que salía a prender las luces con los útiles más frecuentes. En una mano los útiles, en la otra la correa. Y si la tarea se complicaba, siempre le quedaba el recurso de atar al perro mientras tanto.



GITANO

El gitano dice que da garantías en cada habitación. El agujero es rápido, sobre todo en la ruta. Todos están mirando, más de lo que él quisiera, cómo su cuerpo cae. Muestra lo que podría ser, si las estrellas fueran estrellas. Tiene los ojos como los de un detective. Pide que lo toquen en la operación y lo que está pasando es que es él el que está escuchando, detrás de la montaña, a millones de personas. Nadie lo puede ver, ni siquiera con un espejo. La multitud se vuelve loca bajo esa atmósfera de falsa intimidad. En pocos minutos vuelven a sus casas a dormir, las mujeres sin maquillaje y atentas a ayudar a cualquiera que pase por ahí un poco aburrido. Uno sobre otro encontrarán la gloria y harán historia.



PASEO

Podemos dar un paseo y dejar que el tiempo pase. Creo que tiene que ver con la formación de hombre. Un ejemplo gráfico, para empezar, es administrar lo que nos está pasando, sorpresas que son lindas, que vienen en sartén. El brindis de la noche lo propone el hombre malo, que no termina de cenar porque lo interrumpen. Qué siente, qué le pasa concretamente, nadie lo sabe. Dicen que se desvanece, que no puede ya mantenerse en pie. Música es lo que sobra para estirar este momento, largas pausas, y cuando retomemos el hilo nos encontraremos en el mismo lugar. El imperio, asegura el marido de la salvadora, no se derrumba por un viaje.



PAISAJE

Parece mentira, pero desde el quinto piso se ve lejos. Es difícil determinar hasta dónde uno ve. La combinación del verde y el violeta, que por una de esas casualidades presentan los árboles de variedades que ignoro, es linda. El verde es todo, es la vida. Se mueve como el mar cuando no está embravecido. O como la campana cuando marca la hora. Acá, en los alrededores, no hay campanas ni iglesias. El cielo está limpio, ni una nube. El violeta, en cambio, es tenue, menos tupido. Deja ver unas ramas que podrían ser negras, pero son grises, entre marrones y grises. El horizonte es rosa y más arriba, celeste. No me canso de mirar. El tanque de agua, por ejemplo, oxidado abajo y hermoso arriba. El tren, que por unos segundos tapa el griterío de los chicos.



TROMPADA

Me pueden pegar una trompada. Ayuda, ayuda, trataré de gritar a un lado y a otro, como un travesti. Comeré galletitas de colores y tomaré una infusión amarga, hasta que alguien venga acá, donde aparentemente voy a quedar todo golpeado, a rescatarme. ¿Te acordás cuando pasábamos las tardes con tu mamá y a mí no me importaba? Quiero decir, no me importaba si hacía frío o calor, si había nubes o sol, porque lo más importante pasaba de las puertas para adentro. Pero llegó un momento en que me di cuenta de que los rayos que vienen del cielo me ponen de buen humor. El amarillo se transforma en rojo y el rojo en marrón. La puerta chilla, claro, o al menos eso es lo que se oye por el parlante. Aprovechemos la luz, te digo aunque no estés y a riesgo de que me tomen por loco. Después se hace de noche, no se ve nada.



EL AMIGO DE LOS TOBILLOS

El amigo de los tobillos espera la tormenta. El japonés es mejor que el que boxea, y los días pasan. Algunos hacen brazadas en la mañana, en la cocina. Cada uno de mis pensamientos sangran en la prueba y tienen gusto grave. La memoria, en este caso, tiende a celebrar aunque no importe. Hay una página en la librería que es como si tuviera una cicatriz. Es un poco más complicado cuando todos los conceptos están separados. Tienen que confiar en mí, porque a nadie le importa. Por lo menos, contener la respiración como dos amantes con los cuerpos rotos. Me gusta toda esta elegancia en las cajas y los libros, sin excusas, que está viniendo. No hay nada que hacer: la reina está envolviendo los paquetes para servir, por si se resuelve que la conferencia, de cualquier manera, va a llevarse a cabo.



ESTILO

No vamos a cambiar nuestro estilo otra vez, ahora que se acerca la Navidad y estamos todos en jean. Corramos mientras nos cuidan, que después viene el espanto y las visiones que rogamos desaparezcan. El desorden de las ratas corriendo mientras llueve es algo que nadie comprende. Bienvenidos al show, dice la negra o uno un poco raro cuya cara es difícil de imaginar. El hombre se va a tirar del colectivo y va a salir corriendo cuando sienta que es real, antes del choque, antes de enfermarse y hacerse el valiente. Siento que sos mi pollera nueva, el séptimo mar que atravieso o el gato que nunca veré caer por la ventana. Los invitados están llegando, según el piso de madera, y lo hacen más rápido de lo que esperábamos.

viernes, 12 de enero de 2007

Pendorchos

Segundo conjunto de poemas, escritos entre 1997 y 1998.



BASURAL

Reconozco la zona.
Hay un terrible olor
a mierda que viene,
cuando llueve atraviesa
las paredes de Barracas.
El río que aprovecha
que está podrido.
Entradas salidas,
basural zanjón de basura,
de coches desmantelados
en el camino del buen aire.
Hay casas en construcción
habitadas por cirujas ebrios,
motos chicas, arrebatadores
de carteras. En total
son quince: el quiosquero,
el chamaco barbudo con movicom,
la señora Julia Galardi,
el santiagueño
con los morochos entrerrianos.



OLAS

Esta es la vida
de las olas
del color
del pañuelo pintado
de mister president.
La iluminadora
de encías hinchadas
por cada plato
como la que cae.
El cielo brilla
de noche
sobre la ciudad
antes que se largue.
Cuando el trolo
la canta
a la canción
y la patota
le hace coro
hay silencio
que se ve
que aprieta
el botón de goma.



VIEJO

Soy flor de juguetón,
en los rincones
tengo un juguete,
no como viejo
en librerías
que roba vivir.
Deja el saco
prohibido para
que el papelón
vuelva completo.



JUEZ

La casa del juez es grande,
de jardín con achuras en el fondo,
los hijos que joden, es casi pobre.
Lo que muestra lo acusan de robar.
Bonnie es una chica joven
con más ganas de actriz de teatro
que jueza de juzgado provincial.
Ellos se van cuando insinúan,
se van porque los persiguen.
Corren por el paisaje
montañoso de fin de semana.



BOXEADOR

El ojo mira, saltea
las páginas olvidadas
del boxeador.
Afuera las chicas con pito
pasean por el puente.
Adentro, sube y baja
la fármaco melodía.
Suena el pito para
que aparezcan los chicos.
Ya no bastan las dedicatorias
recuerdo de la realeza.
Está todo lleno de bichos
que se basan en la intuición.
La bruja atiende
y como ya no llueve,
Marilú canta.



EFERVESCENTE

Atendiendo
freno indica
el semáforo
que efervesce.
Tato cerrado
mañana la vieja
escurre trapo
en la vereda.
Contagia
por el horno
a toda la cuadra
desayunos.
Qué va a
decirme ahora
si no es
que la miro.
Aparenta
que se cree
opaco final
de calle.



VECINA

Antes cuando yo te miré
vos me miraste también
no sabíamos nada la verdad.
Si vos pudieras decirlo
seguro no lo harías.
Te gusta pegarme
con la muñeca
chuparme la cara
morderme el culo,
me des vueltas
hasta dormirme.
Las luces con ruido
debajo del año
divagan otra vez.
Vos les hacés upa
con tu linda cara.
Vecina andá a saber
en qué bicicleta
vas a volverte
por fin mucho más cansada
a dormir a veces la siesta.



CASCARITA

Se arranca la cascarita
para que la marca quede,
le duela el fuego
que guarda en los pulmones
de verano bien verano.
Escucho que me dice pará
porque quiere irse volando.
Muñecos los que hay miran
siempre lo mismo,
horas que la nena baila.



BEBE

Esa que no queda,
que no va quedando,
nada se acuerda
de su bebé la foto.
El hogar de la casa
es otra la que la ve,
pocos ojos para él
para ella vuelven.
Pastan lombrices
el reflejo amarillo
a eso de las seis
puerta atraviesa.



COPA

La copa libre
del gato salta,
se baña la copa.
El gato salta
y la copa se baña.
Inmóvil negro,
líquido estatua
a la plaza Irlanda.
Corre, corre,
rejas crecidas,
el resto no corre
pasto escarcha.
Los amigos desarman
el cruce para
dejar ir Abelardos
petisos como Aidés,
oir Sergio hablar caro.



ARQUERO

Gómez buen arquero
con una trompa
de boxeador que se cae
tiene guantes cortos
del uno del loco.
El viejo mecánico
los sábados también
corre la cancha.
Corremos todos al costado
de la vía elevada.
Creo que el viejo
es plomero albañil
que va a mi casa
cuando lo llaman.
Pero el arquero es López.
Aunque ataja bien,
no llega a primera.



ENCANTADO

Una individua llamada jueza,
unos bandidos disfraces de policía
me hacen pasar
por tres días
a golpes de puño moretones.
Me pregunta si quiero ser
su jefe y le digo encantado
es la palabra.
Por las calles de Rosario
una manifestación se baja del auto.
El solo, el teniente
coronel va solo,
agarra el trapo
colorado, lo
rompe ordena.
Degenerados
que no tienen patria ni dios,
que son homosexuales
salen sin que la autoridad
se moleste.



HELADERO

Se recaga de risa
la boca como un culo,
pide al heladero
torpedos más baratos.
Finitos, fruncidos,
labios chupan y se enfrían.
Otro más barato,
otro debe reponer.
Proctodontólogo
la frenética carcaja
da bajo los lompas
bailoteo de marfil.



MEJICANO

Va por el escalón la madre
a la que le pesa veinte kilos.
El dueño del interno
quiere cambiar de sector.
El mejicano vocifera
que qué pasa con los espejos.
Mi abuela se come las eses
y las dos son argentinas sin marido.
El mejicano vende espejos, abanicos,
se divierte con estas historias.



GALAN

Roberto sentado
en un reservado
mira a las chicas
que mueven el culo.
Ese dale que te dale
le da ganas
de subirles la minifalda
o bajarles el pantalón,
hacerles todo
lo que cree le piden.
Todos prefieren,
nadie quiere
quedarse adentro,
abril el ventilete.
Roberto y sus chicas
que se le sientan
le mueven el culo.
Con su vení y andá
repetitivo manda
el galán de la noche.
Y ahora qué,
se preguntan las chicas
todas transpiradas.



INSTRUMENTO

Tarde triste y fea
de la abuela
algún año después del instrumento.
Ando buscando algo
que muestre a mi interlocutor.
Saco algo viejo
como cuando mi abuelo
vivía me lo regaló,
su regalo de juventud a un hijo.
La ropa que compra
de camino también,
la historia europea
cremada a voluntad.



FICHAS

Pedí más fichas para el western bar
porque no vi el policial ni la de acción.
Lloré lágrimas, lloré,
lloré en la galería.
Mientras la más mina buscó su consolador
las nenas fueron a mear en pollera.
Por miedo que viene de viejo,
el de la noche que está acá.
Me avisaron que matan
los de adelante,
a la hora del asalto
tengo que escapar.
Lloré lágrimas, lloré,
lloré en la galería.



CRUPIE

Me gusta cuando el crupié me mira,
dice que gané yo todo que gané
mirando por debajo de la mesa
los papeles de la quiniela nacional.
Ella es una mujer bastante rara,
la que me acompaña durante mis
noches inolvidables.
Hace muchos días que no pinto
por acá pero igual nadie pregunta.



BROWNIES

Ella, lo que quiere, brownies,
es hacerlos y me reprocha
dos veces en vez de una
por los platos descartables.
Los centavos son iguales
en todos los lugares
como los chicos cebados.
Se cayó todo el viento,
no es de noche me dice
si igual no puede ver.
Los monos piden albóndigas
cuando se escapan,
van con el freno, paran
al lado de los oídos.



PENDULO

Con el péndulo al aire
arrastra en el campo grande
el rodillo de cable de TV.
Hay un lugar al lado
del árbol frutal enano
donde lo vuelca, se tira
como arriba de la mesa.
Por el pasto alto asoma
jardín de jardinera
directo sobre la tabla,
la luz picada rebota,
el pico humano compite
para marcar las doce.



TSUJI

Tengo la misma porcelana tsuji
que ella guardó en la ratona
desde hace cuatro meses adentro
de dos cajas de cartón corrugado.
En el ínterin la bolsa de arpillera
va a subir un piso por escalera
hasta que el delivery toque timbre.
Dos días anunciando la lluvia
para que pase todo lo contrario
les da pie a los precios individuales
a llegar fácil a la suma total.
Yo era autónomo y flotaba
al costado de la pileta enrejada
para que nadie pudiera verme.
Ahora por lo general mi mujer
me recuerda las cosas
que tengo que hacer.



DERRUMBE

Cruza a los setenta y ocho
del chacinado a la hierba
para el derrumbe a la piedra
en la avenida de él solo.
Ella que lo ve tapado,
ella me llama, cuenta
lo feo del regalo
de la harta que pierde todo.