jueves, 1 de octubre de 2009

Alicia y yo

(Cuentos escritos entre 2002 y 2005)



I. El portero

Una noche de verano, pocos días antes de Navidad, estábamos con Alicia mirando televisión en el living y sentí que el cuerpo se me movía. La fuerza parecía tener su origen dentro de mí, pero en realidad me excedía y abarcaba todo el departamento. Mi mujer, que no tardó en sentir lo mismo, dijo: “Se está moviendo el piso”, y lanzó una carcajada nerviosa.
Primero pensé que debía de ser un terremoto. ¿Pero cómo saberlo, si nunca había vivido uno? Cuando ocurrió el de San Juan yo era chico, y lo único que recordaba era lo que mis padres me habían contado varios años después: que las arañas oscilaban y que las manijas metálicas de la cama que se guardaba debajo de la mía (se sacaba para que durmiera mi hermana) golpeaban contra la madera.
-Mirá la planta, Pedro –insistió Alicia.
El palo de agua bailaba como loco y sus hojas temblaban alrededor. Cambié de canal para ver si había alguna noticia sobre el temblor, pero nada, seguía la transmisión habitual.
Mientras buscábamos una explicación, Alicia agarró el teléfono para hablar con su madre y ver qué pasaba en su barrio. Todo normal, al parecer. Al menos ella no había notado nada raro. Luego sonó el timbre.
-¿Quién es? –pregunté.
-El encargado.
Puse un ojo en la mirilla y vi que no era el encargado del edificio, sino otra persona. De no haber sido porque el rostro me era familiar, nunca hubiera abierto la puerta, por si acaso pudiera tratarse de uno de esos típicos “cuentos del tío”, cuyo sinnúmero de variantes se reflejaba de manera cotidiana en las páginas de policiales de los diarios y en los noticieros de televisión. Pero no era éste el caso. Cuando abrí la puerta y vi al visitante de pies a cabeza, confirmé que se trataba de Aníbal Martelli, un ex compañero de la primaria.
-¿Aníbal? –dije.
-¿Pedro? –contestó él.
Nos miramos el uno al otro durante algunos segundos y, cuando estábamos a punto de llenar de carcajadas las sonrisas que se habían dibujado en nuestras bocas, el piso se volvió a mover.
-¡¿Qué hacemos?! –gritó una mujer, con un bebé en brazos, parada en uno de los escalones de la escalera, lista para evacuar el edificio.
Era la esposa de Aníbal. Yo presenté a mi mujer y la de Aníbal se presentó sola. Se llamaba Norma.
-No sabés cómo se nos mueve el arbolito –contó Aníbal.
En ese momento recordé que uno de los lugares más seguros ante este tipo de situaciones era debajo de los marcos de las puertas, para evitar quedar al alcance de los desprendimientos de mampostería. Al ser de hierro, los marcos tardaban más tiempo en ceder. Y quizás, con suerte, no cederían nunca.
-¡¿Qué hacemos, Aníbal?! –insistió la mujer en la escalera, mientras el bebé, envuelto en una manta, seguía dormido.
-Tranquilizate, Norma, por el amor de Dios –contestó Aníbal.
En realidad, Aníbal no hacía mucho por calmarla, sino más bien lo contrario, ya que no se le ocurrió mejor idea que ponerse a contar que los cimientos del edificio estaban en dudosas condiciones, debido a que ésa zona de la Capital, el barrio de La Paternal, se inundaba con frecuencia cuando llovía. Cada vez que el agua de las napas subía, iba carcomiendo lo que encontraba a su paso.
Lo extraño era que, pese a todo, seguíamos allí. Es decir, nadie había intentado abandonar el edificio, como si por un lado vislumbráramos lo peor, pero por otro se nos volviera remoto el hecho de que pudiera sobrevenir una catástrofe. Vestidos con pijama y chinelas, ni siquiera habíamos atinado a cambiarnos la ropa para estar listos en caso de tener que salir a la calle. El ascensor no se había movido, señal de que en ninguno de los pisos habían resuelto huir. Sí se oían voces que subían de los otros palieres. Lo más probable era que cuando alguien llamara el ascensor para intentar ser el primero en salvarse, todos los demás comenzaríamos a abalanzarnos sobre las puertas tijera, gritando y reclamando nuestro mismo derecho a bajar. O quizás todo terminaría en una carrera desesperada escaleras abajo.
Otro sacudón volvió a alterar la calma transitoria, mientras el crescendo del murmullo que provenía del resto de los pisos se amplificaba con el eco. Enseguida pude apreciar que la sucesión de temblores guardaba una lógica de repetición cíclica: primero eran suaves, luego caían en un bache y hacia el final se hacían más pronunciados. La secuencia duraba entre cuatro y cinco minutos, para luego volver a empezar.
De repente, el vecino de enfrente abrió la puerta y nos sobresaltamos. Detrás salió su mujer, mientras se ataba el cinturón del salto de cama. “¡Qué raro! –dijo- ¿No saben si hoy había algún recital en Atlanta?”
-¿Un qué? –dijo Alicia.
-Un recital, hoy... ¿No tocaba alguien, mi amor? –insistió la vecina, ahora dirigiéndose a su marido.
-No sé –dijo él.
Yo sí sabía. Esa misma tarde, en la radio, había escuchado la publicidad de un recital de Los Piojos. Pero, de todas maneras, no encontraba vinculación entre la música y el supuesto terremoto. Los Piojos podían ser potentes en escena, pero no creía que tanto como para que temblara todo veinte cuadras a la redonda.
-Creo que tocaban Los Piojos -dije.
-¿En Atlanta? –preguntó la vecina.
-Sí, creo que sí.
-Ahí está –dijo el marido, y pasó a explicar su teoría.
Que se estuviera moviendo el edificio no tenía que ver con un terremoto, dijo, sino con el diseño de entubamiento del arroyo Maldonado, cuyo cauce corría por debajo de la avenida Juan B. Justo. La obra actuaba como un transmisor del sonido a larga distancia y la onda expansiva repercutía con fuerza en el radio de incidencia. Cuanto más cerca se estuviese del club, peores serían las consecuencias. Al día siguiente se supo que algunos vecinos la habían pasado mal en serio (los objetos se caían de las estanterías, la gente tenía que sostenerse para caminar), tanto que después de aquella noche se prohibieron los recitales en Atlanta.
-Qué susto nos pegamos –se relajó Alicia.
Los ánimos de todos parecían volver a la normalidad.
-Bueno –dije-, nos veremos mañana -sin dirigirme a nadie en particular.
Recién entonces volví a pensar en la cuestión del encargado que había quedado pendiente… Le pregunté a Aníbal:
-¿A Gutiérrez lo echaron?
Fue ahí que se puso a contar la historia de un largo conflicto que yo conocía a medias. Todo había comenzado luego de que el consorcio decidiera reducirle el salario a Gutiérrez porque no se esmeraba en su trabajo. Le dijeron que si volvía a demostrar mayor voluntad y compromiso recibiría un reconocimiento. Pero lejos de estimularlo, la sanción lo empacó peor, y la relación con los copropietarios se hizo cada vez más áspera. La primera señal fue que decidió, de manera unilateral, empezar a bajar más tarde al hall. Así, cuando los porteros de los demás edificios de la cuadra habían terminado de lavar sus veredas, él recién comenzaba. También solía realizar trámites personales en horario de trabajo, y cuando se lo necesitaba nunca estaba. Otra actitud frecuente, desafiante, era pararse del lado de adentro del edificio con la puerta de calle cerrada, y así llegara alguien cargado con bolsas y paquetes, sin manos para manipular la llave, él no se molestaba en abrir.
Lo que yo no sabía, porque el administrador no lo había comunicado, era que esta serie de inconvenientes había terminado con el despido del encargado. Claro que ésta era la versión de Aníbal, por cierto bastante confusa y con un discurso lleno de digresiones. Por ejemplo, a esa hora de la noche, se puso a contar que era periodista, o mejor dicho que había estudiado periodismo. Que en realidad ésa era su vocación, pero que luego había tenido que poner los pies sobre la tierra porque no conseguía trabajo. Y al pensar en una alternativa se entusiasmó con la idea de ser portero. Enseguida encontró vacante en nuestro edificio, ya que ser novato en el oficio le jugó a favor. En nuestro consorcio, tras la mala experiencia con el encargado anterior, buscaron a alguien sin vicios ni mañas. No importaba que lo específico de las tareas lo fuera aprendiendo sobre la marcha.
El objetivo de Aníbal, en adelante, fue no sucumbir ante la cantidad de exigencias. Y las hubo enseguida, con el agregado de que los reclamos de los vecinos solían ser incompatibles unos con otros. Para complacer al del A, a veces había que perjudicar al del B. En el tercero, por ejemplo, uno de los vecinos quería tener el piso del palier siempre encerado. Pero el otro no, por temor a que su madre, vieja y con achaques, pudiera patinarse y caerse. Cosas así había miles, aunque pronto le fue tomando la mano. Controlaba los tiempos, automatizaba las tareas... Incluso podía saber cuándo entraba y salía cada propietario de su unidad por más que no se encontrara en el hall. El secreto era haber cronometrado (mentalmente) lo que demoraba el ascensor en llegar a cada piso, y desde la portería individualizar el golpe de las puertas de los departamentos al cerrarse. Las de los A se oían distinto que las de los B –me explicó meses después, cuando ya era amo y señor del edificio-, por la influencia de las corrientes de aire que recorrían hasta el último recoveco y construían diversas combinaciones sonoras, como si la complejidad arquitectónica del inmueble se redujera, al menos en ese aspecto, a la simpleza de un instrumento.




II. El tour


Las últimas vacaciones de invierno decidimos con Alicia hacer un viaje al Sur. Era uno de esos tours de una semana, multitudinarios. El coordinador, Axel Torrejas, nos esperaba en Retiro. A medida que la gente iba llegando dejaba el equipaje en alguno de los tres micros charter que habían dispuesto para la ocasión. Entre los pasajeros, dos eran judíos como nosotros. Sus nombres: Damián y Walter. Damián comía kosher (decía que era vegetariano para no explicar) y su compañero llevaba sus apuntes de hebreo, que sacó de una mochila para estudiar durante el trayecto. Pegamos onda enseguida. Era bastante extraño encontrar judíos en un tour como éste, organizado por una cooperativa que, se sospechaba, recibía aportes de la derecha católica. Alicia y yo, sinceramente, nos enganchamos porque era barato.
Cuando llegamos a Viedma, nos alojaron en un hotel del centro y tuvimos la mañana libre. Al mediodía nos llevaron a almorzar a un restorán en la costanera del río Negro. Nos sentamos y desde la mesa se veía el reflejo del sol sobre los kayacs. Fue entonces que un sonido agudo, como si fuera una campana pero más débil, me sacó de la contemplación. Un tipo de boina roja golpeaba su cuchara contra la copa, para hacer un anuncio:
-¡Por favor, por favor! El padre va a bendecir la comida.
¿El padre? ¿Qué padre? Ah, sí, ahora lo recordaba, el cura que en Retiro había arrojado agua bendita sobre los micros. Estaba aquí, había viajado con nosotros.
Recién en ese momento caí en la cuenta de que Damián y Walter no estaban. Le pregunté a Alicia y me explicó que habían dividido el contingente en dos, para organizar mejor las actividades.
Empezamos a comer y el de boina roja monopolizó la charla. Hablaban de una vieja hipótesis fascista, que en esos días había vuelto a cobrar protagonismo en la opinión pública, según la cual había un “plan judío” para invadir la Patagonia.
–Que vengan, jabón los vamos a hacer otra vez –dijo el tipo de boina roja, que se hacía llamar “profesor Serrano”.
Lo primero que pensé fue que había oído mal, es decir, que el tipo no podía haber dicho semejante barbaridad. Además, coincidió con que al mismo tiempo el mozo había dejado en la mesa unas bandejas con jamón crudo, por lo que Serrano podía haber dicho jamón, en lugar de jabón. Al cambiar el sustantivo, se modificaba toda la frase: “Que venga el jamón, que lo vamos a comer otra vez”. La incógnita igual persistía por el “otra vez”. ¿Por qué otra vez? ¿Acaso no era éste el primer almuerzo? Tal vez el profesor había llegado antes al restorán y se había puesto a picar algo... No lo sabía. Por lo pronto, Axel, que estaba sentado al lado de Serrano, celebró la frase con un brindis.
-¿Vos qué oíste? –le pregunté a Alicia.
-¿De qué? –respondió ella, como en babia.
-¿No escuchaste lo que dijo ese tipo?
-No, estaba mirando el jamón crudo. ¡Tiene una pinta!
En fin. El almuerzo pasó, y el resto del día lo dedicamos a pasear por la ciudad. Al regresar al hotel fui hasta la habitación de Damián y Walter, mientras Alicia se daba una ducha. Estaban en el mismo piso que nosotros, pero más lejos del ascensor, al fondo del pasillo. Di dos golpes en la puerta y esperé. Como no hubo respuesta volví a llamar, pero nada. Me pareció raro que estuvieran durmiendo a esa hora. Bajé al hall y le pregunté al conserje si estaba la llave de la cuatrocientos quince. Sí, respondió, que estaba ahí. Y cuando inferí, en voz alta, que sus ocupantes debían de haber salido, me aclaró que no, que la habitación estaba disponible.
-¿Desocupada?
-Sí, señor, no hay huéspedes.
-¿Cómo puede ser, si esta mañana se alojaron dos personas?
-No creo, no las tengo registradas –explicó el conserje, mientras repasaba con un dedo la planilla de ingresos y egresos.
-A no ser que se hayan cambiando de habitación –especulé.
-A ver, dígame los apellidos.
-¿Los apellidos? No, los apellidos no los sé. Sé los nombres.
-Pero tenemos todo registrado por apellido.
Pensé que si miraba la lista iba a poder reconocer los apellidos de Damián y Walter, por su origen judío. El conserje me la mostró, pero no sirvió de nada. Sólo me llamó la atención que el quinto piso, que era el último, estaba completamente vacío. El conserje entonces me contó que lo estaban refaccionando y que por eso el dueño había decidido clausurarlo momentáneamente.
Volví a mi habitación y le conté a Alicia, que me propuso que le preguntáramos a Axel. Pero mi habitual paranoia se había puesto a funcionar. Respondí:
-¿Vos estás loca? ¿Y si tiene algo que ver con la desaparición?
-¿Qué desaparición?
-Abrí los ojos, Alicia. Estos pibes no están.
-Bueno, algo habrá pasado, por ahí se volvieron a Buenos Aires.
-Esperá... ¿Y si en realidad el conserje me mintió?
-¿Qué te pasa, Pedro? Me estás asustando. Vinimos a pasar unos días de descanso, no a jugar a los detectives.
Concentrado en mis devaneos mentales, agarré a Alicia de una mano y la arrastré hacia el pasillo.
-¿Qué vas a hacer, Pedro? ¡Pará!
-Escuchame. Vas a bajar y en el hall hacés que te caes para distraer al conserje. Cuando se acerque a ayudarte, yo me meto por atrás y saco la llave de la habitación.
-Nos vamos a meter en un quilombo, Pedro.
-¡Hacé lo que te digo! Confiá en mí.
El plan salió bien. Bajamos y regresamos enseguida. Unos minutos después, cuando volvimos a tomar coraje, nos dirigimos a la habitación de Walter y Damián. Metimos la llave en la cerradura tratando de hacer el menor ruido posible. Abrimos y, de golpe, todo cambió. Lo que se presentó ante nuestros ojos fue algo bastante difícil de describir. Nunca habíamos estado frente a algo similar. La escena era el siguiente: las paredes lucían atiborradas de crucifijos de todos los tamaños, y sobre la cama había dos cubos de cuero con unas cintas enrolladas. Parecía un acertijo. Alicia afirmó:
-Esos son tefilín.
-¿Serán de Walter y Damián?
-Puede ser… El quinto piso –se le ocurrió entonces a Alicia.
-¿Qué pasa en el quinto piso?
-¿No me dijiste que estaba en obra?
-¿Y eso que tiene que ver?
-Tal vez los escondieron ahí.
El repentino cambio de actitud de Alicia me sorprendió. Subimos la escalera y lo primero que vimos fueron herramientas y materiales desparramados. Además, la alfombra estaba tapada por una capa de polvo blanco, con marcas de zapatos que iban hacia una de las habitaciones. En ese momento oímos voces de gente que se acercaba.
-¿Dónde nos escondemos? –susurré.
Sin pensarlo, Alicia pegó dos saltos y ya estaba entrando en la habitación más cercana.
-¡Apurate! –me gritó en voz baja.
Fui tras ella y cerramos la puerta a tiempo. Un segundo más y...
-¡Shhh! –me calló Alicia.
La adrenalina no me permitía dejar de hablar. Yo creía que estaba pensando y no, estaba relatando los hechos en tiempo real, mientras iban sucediendo, como si fuera un partido de fútbol.
-Escuchá –dije-, es el profesor.
-¿Qué profesor?
-Serrano, el tipo de la boina roja, escuchá...
-¿Y el otro quién es?
-¿No es Axel?
-Parece.
De pronto, Alicia tropezó con algo.
-¡Dios mío, acá hay alguien! –dijo.
-¿Dónde?
Ibamos a prender la luz, pero una linterna se anticipó.
-¿Quiénes son ustedes? –se escuchó desde el piso.
-Perdón, nos equivocamos de habitación –dije.
-Este piso está cerrado, don, lo estamos refaccionando –explicó quien parecía un obrero-. Vayan a dormir, ustedes que pueden.
-¿Y usted qué hace acá? –pregunté.
-Yo vivo en Madryn.
Con Alicia nos miramos, sin entender. El tipo siguió:
-Un capataz me avisó de la changuita y me vine. Y no voy a estar yendo y viniendo cada día, así que los patrones dejaron que me quede.
Se oyó otra vez la voz del Serrano, que volvía a bajar con Axel.
-¿Y esos quiénes son? –se impacientó el obrero- ¿Están todos con insomnio y vienen a pasear acá?
-Vamos ahora, dale –me envalentonó Alicia.
Seguimos las pisadas en el polvo, que terminaban en una puerta. Intentamos abrir y estaba con llave. Se me ocurrió probar por la terraza.
-No va a quedar otra que colgarse –dije.
Subimos, entonces, un piso más. La terraza estaba desierta. No había nada, ningún objeto que pudiera servirnos para lograr nuestro objetivo. Ibamos a tener que arreglarnos con lo puesto. “Con lo puesto” literalmente, ya que la única opción era quitarnos la ropa, anudar las puntas de cada prenda e improvisar una soga. Alguien iba a tener que sostener una punta, desde arriba, para que yo me colgara. Y como Alicia no tenía la fuerza suficiente, pensamos en el obrero. Había que ir, despertarlo nuevamente y explicarle, al menos lo indispensable como para que nos ayudara. A esa altura había que avanzar, como fuera, pero avanzar.
Tras escuchar la historia, el obrero dudó unos instantes. Luego se mostró interesado en colaborar.
Nos aseguró que él tenía copia de todas las llaves del piso. Pero cuando intentó chequearlo se dio cuenta de que no, tenía todas menos una. De modo que no quedó más alternativa que volver al plan inicial. De nuevo en la terraza, el obrero sostuvo las prendas anudadas mientras yo me deslizaba. Apoyé los pies en la pared y bajé despacio. Al llegar a la ventana de la habitación miré para adentro y no había nadie.
-¿Qué pasa, Pedro? –se impacientó Alicia, que estaba de pie junto al obrero.
-No veo a los chicos –le expliqué.
-No puede ser.
-Sí, Alicia, acá no están.
-Fijate bien.
-Voy a entrar.
La ventana, corrediza, estaba a medio cerrar. Me bastó con apoyar los pies en el dintel y balancear el cuerpo. Una vez adentro, oí unos golpes que provenían del placard. Abrí: Walter y Damián estaban atados y amordazados.
Cuando los liberé, Walter dijo:
-Tenemos que ir a nuestra habitación.
-¿Qué hacemos con los tefilín? –preguntó Damián.
-No sé, primero vamos a revisar todo.
Yo no entendía. A los muchachos los habían atado con unos tefilín, y ellos al parecer tenían planes. Les pedí que me explicaran, pero no me llevaron el apunte.
-Ahora no, Pedro –me pidió Walter-. Hay que ir a la habitación.
-Yo ya fui -dije-, no sé qué hicieron ahí.
-¿Por qué? ¿Qué viste? –me indagó Damián.
-Nada, había unos tefilín, así como estos, sobre la cama. Además, las paredes estaban cubiertas por cruces.
-¿De qué eran las cruces? –preguntó Walter.
-¿Cómo de qué eran?
-Sí, ¿de qué material?
-No sé, no me fijé en detalle, pero creo que de metal. Tal vez alguna era de madera. ¿Por qué?
-Vamos, Damián, subamos –dijo Walter.
-¿Rompemos la puerta? –pregunté.
-No, después vamos a tener que volver al placard –respondió Damián.
-¿Me pueden decir quiénes son ustedes? –insistí.
-No, ahora no, vamos –balbucearon ambos.
Sin más remedio, me asomé a la ventana, le avisé al obrero que había encontrado lo que buscábamos y que íbamos a subir. Trepar no fue tan sencillo como bajar. Pero una vez arriba todo se aceleró. Walter bajó la escalera a los saltos y Damián se deslizó por la baranda. Alicia, el obrero y yo tratábamos de seguirles el ritmo.
-Quédense acá –dijo Walter, antes de entrar a la que por algunas horas había sido su habitación.
Fue cuestión de segundos. Al salir, llamó a Damián para hablarle en privado y, acto seguido, dijo que debíamos volver al quinto piso. El obrero estaba fascinado. Alicia y yo, en cambio, no aguantábamos más. Nos plantamos ahí, y a mí no me salió otra cosa que decir:
-¿A qué estamos jugando?
Walter vio entonces que la situación se volvía insostenible y nos invitó a que regresáramos a la terraza para explicarnos todo.
Esto es lo que Walter nos contó aquella madrugada: dijo que él y su cómplice, Damián, estaban al frente de una misión delicada, de incógnito. En realidad, ellos eran rabinos que cazaban neonazis. Pertenecían a una organización (cuyo nombre no revelaron) con ramificaciones internacionales. En este viaje en particular, perseguían a Axel Torrejas y a Serrano, y habían llegado a este momento crucial para desbaratar a la secta que se ocultaba bajo la fachada de una supuesta cooperativa. De otro modo, más judíos terminarían captados en sus redes, tras sufrir una “mágica” conversión religiosa e ideológica. La secta se denominaba Unión de Sistémicos Emplazados. El nombre, dicho así, para nosotros no significaba nada, pero aparentemente tenía que ver con la técnica que usaban para efectuar las conversiones. Lo de “mágico” tenía que ver con el procedimiento. Según Walter, en una primera etapa se apropiaban de alguna pertenencia de las víctimas y daban inicio al experimento. Lo que habíamos visto en la habitación cuatrocientos quince era, justamente, el proceso en marcha. El método combinaba la teoría de sistemas con la filosofía del Feng Shui. Pero para simplificarnos la explicación, Walter dijo que bastaba con saber que se fundaba en la energía de los objetos y los materiales de esos objetos (como receptáculos de las emociones humanas) para reflejar, absorber y transmitir energía. Los tefilín de Walter y Damián, por ejemplo, eran el objeto a invadir con las emisiones energéticas de crucifijos y cruces gamadas.
-¿Cruces gamadas? –pregunté contrariado.
-Sí –respondió Walter-. Por ahí no las llegaste a ver porque están intercaladas entre los crucifijos, pero está lleno. Y hay una enorme en el techo. Además, todas las cruces son de metal, por la capacidad que tiene para emitir energía. El cuero de los tefilín, en cambio, absorbe mucho e irradia poco.
La segunda fase del experimento era el cambio de unos tefilín por otros, con lo que la energía absorbida previamente iba a ser liberada en los cuerpos de los rabinos. Acá hace falta una aclaración: Torrejas y el profesor nunca habían privado de la libertad a sus víctimas, hasta que se toparon con Walter y Damián. El fervor judaico de los rabinos los había obligado a un tratamiento más severo.
-Hay algo que ya no tiene vuelta atrás –siguió Walter-. En otra habitación, no sabemos cuál, armaron un experimento similar al de la cuatrocientos quince, pero con elementos que les pertenecen a ustedes. Lo importante es que, desde el momento en que les devuelvan esos objetos (que obviamente no sabemos cuáles son, ni creo que ustedes se den cuenta), contrarresten la transmisión.
-¿Y cómo? –me preocupé.
-Como nosotros, rezando y usando los tefilín –dijo Walter.
-Pero las mujeres no usan tefilín -observó Alicia.
-Es cierto –reconoció Walter-, pero es una licencia que nos permitimos en casos de emergencia.
-Esperá un minuto, Walter –intervine-. Vos decís que lo de la transmisión de información a través de los objetos, y de los objetos a los cuerpos, es algo en lo que ellos creen, ¿no? Pero de ahí a que lo creamos nosotros también...
-Creer o reventar –contestó-. A Torrejas lo venimos siguiendo hace cinco años, y está comprobado que al menos un judío por viaje se volvió antisemita. Creemos que la única forma de contrarrestar este efecto es rezar, pero rezar en serio, prácticamente todo el día.
-Pero nosotros no tenemos idea de cómo se reza –lo alerté.
-No te preocupes. Todavía nos quedan más de dos horas hasta que amanezca. Nos sobra tiempo para enseñarles.
-¿Y con sólo rezar vamos a vencerlos? –dudó Alicia.
-No –dijo Damián-, esa es la fase defensiva. Después vendrá el contraataque, pero vayamos de a poco.
-¿Y los tefilín –siguió Alicia-, de donde los vamos a sacar?
-No hay problema –explicó Walter-. Mañana van a ir a una dirección que les voy a dejar anotada y van a comprar un par para cada uno. Lo que me preocupa ahora es que aprendan a usarlos, así que escuchen bien: se los tienen que poner todos los días, sobre el brazo izquierdo y en la cabeza.
-Sí –dijo Alicia-. Eso más o menos lo sabemos.
-Bueno –continuó Walter, y le preguntó a Damián:- ¿Tenés los tefilín ahí?
-Sí, acá están.
-Esto es así: se agarra la punta de la cinta con la mano y se enrosca en el brazo izquierdo –explicó Walter-. Pero antes de ajustar tienen que decir: Barúj atá A-donai E-lo-heinu mélej haolám asher kideshanu bemitzvo...
-Esperá –interrumpí-. Tendríamos que anotarlo... Nos vamos a olvidar.
-¿Pero de dónde vamos a sacar lápiz y papel ahora? –dijo Alicia.
-Sí, Pedro –coincidió Walter-, además tienen que aprender a rezar de memoria, porque, como les dije, lo van a tener que hacer todo el día, y no van a estar sacando el papelito.
-¿Y cómo vamos a hacer con los tefilín? Digo, para que no se den cuenta –pregunté.
-No, los tefilín se los van a poner a la noche, en la habitación, salvo en Shabat, que ahí van a empezar el viernes, con la salida de la primera estrella, y...
-Hasta la primera estrella del sábado –intervino Alicia, para demostrar que, aunque no mucho, algo de religión sabía.
Nuestro maestro continuó con sus lecciones y repitió cada uno de los rezos las veces que hicieron falta, hasta que se nos grabaron. Finalmente, para que nos distendiéramos un poco, contó un chiste que recordó en ese momento, que tenía que ver con los tefilín:
-Un tal Meyer Glusman, viudo y solitario, caminaba a su casa por la avenida Corrientes cuando pasó frente a una veterinaria y oyó una voz cascada que le gritaba: “¡Roawrk! ¿Vos majstu? Yo, du”.
-¡Ah, sí!, yo lo conozco –dije-, me lo mandaron el otro día por mail.
-Bueno, Pedro, si lo sabés callate –me respondió Alicia, que parecía particularmente interesada en disfrutar de este intervalo de relax.
-Sigo –dijo Walter-: Glusman miró hacia adentro del negocio y el empleado lo alentó: “Entre, ¡mire qué hermoso loro!”. Un loro africano gris giró la cabeza y preguntó: “¿Kenst redn idish?”.
-Kenst redn... –repitió Alicia.
-Idish –completó Walter-. Significa algo así como: ¿podés leer en idish?
-El loro dice eso –repasé yo, para que no se perdiera el hilo de la narración.
-Sí, el loro –remarcó Walter y siguió:- Meyer pagó los quinientos dólares que le pidieron y se lo llevó. Esa noche se la pasó hablando en idish con el loro. A la mañana siguiente, se colocó los tefilín y rezó. El loro le preguntó qué hacía, quiso aprender y a Meyer no le quedó otra alternativa que salir a la calle a conseguir unos tefilín en miniatura para su pájaro, que además aprendió a rezar en hebreo.
El chiste entonces volvió a interrumpirse por la desesperación de Damián, que se había puesto cerca de la escalera, para montar guardia, y acababa de escuchar que alguien subía. Los rabinos se colgaron rápido de la hecha de ropa (en el trajín nos habíamos olvidado de volver a vestirnos) y se tiraron con gran destreza. El obrero y yo los sostuvimos desde arriba, para luego buscar un lugar seguro donde escondernos, junto con Alicia. Pero al final no hizo falta. Los que se aproximaban eran otros obreros, que a las seis de la mañana empezaban a llegar para continuar con las tareas de refacción. Nuestro cómplice, entonces, se quejó porque ya era hora de trabajar y no había pegado un ojo en toda la noche.
A partir de ese momento, la consigna fue rezar sin parar, hasta poner en marcha la segunda fase: Walter y Damián iban a permanecer atados en la habitación del quinto piso. Mientras, nosotros deberíamos modificar la escenografía de la habitación cuatrocientos quince. El cambio sería mínimo, pero clave: torcer las esvásticas. Walter nos reveló que los Sistémicos Emplazados las usaban derechas porque habían aprendido de la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial. Según él, Hitler se lamentó de haber utilizado la esvástica inclinada en las banderas del Tercer Reich al enterarse que los inventores milenarios del símbolo representaban de esa forma la mala suerte. Nuestro trabajo, pues, sería inclinar las cruces gamadas y dejar que la sugestión actuara. Según los rabinos, para esta clase de personas la sugestión lo era todo.
La séptima madrugada del tour pusimos manos a la obra. Y a la mañana siguiente, en el comedor del hotel nos encontramos con Walter, que desayunaba como uno más del contingente. Nos llamó y nos dijo:
-¿Vieron a Torrejas y al profesor? A primera hora de hoy vinieron al quinto piso a cambiarnos los tefilín y de repente fue como si hubieran tenido un corto circuito o se despertaran de un sueño. No tenían la menor idea de lo que estaban haciendo ahí, ni por qué.
-¿Así, de golpe, a los tipos se les fue el plan facho al diablo sólo por mover las esvásticas?
-Aunque parezca mentira, es así. Además, no se olviden de todo lo que rezaron ustedes. Como sea, podemos decir “misión cumplida” y volver a la normalidad.
Pero a medida que transcurría la conversación, a mí me surgían más dudas:
-¿Y ellos no quisieron saber por qué vos y Damián estaban atados en el placard?
-Sí. Les dijimos que anoche, al volver al hotel, nos asaltaron, y que los ladrones nos dejaron ahí encerrados.
-¿Y les creyeron?
-Si no sabían dónde están parados... Cualquier cosa les hubiera dado lo mismo.
Alicia fue a servirse un café con leche. Yo continué:
-¿Y la cuatrocientos quince?
-Sacamos las cruces y volvimos a instalarnos.
-¿Y dónde están las cruces?
-Damián está terminando de embalarlas. Vamos a llevarlas a la organización, para presentarlas en el congreso anual.
-¿Congreso anual?
-La organización realiza encuentros anuales entre sus miembros. Llegan agentes de todo el mundo y cada uno presenta un balance de su trabajo.
Alicia volvió con su bandeja y cambió de tema:
-Walter –interrumpió-, por qué no terminás de contar el chiste del otro día.
En ese momento se acercó Torrejas y dio la orden de cargar las valijas en los micros, puesto que ya era hora de volver a Buenos Aires. Lo de Walter, entonces, nos desconcertó: invitó al coordinador a sumarse a la ronda e hizo un resumen de la primera parte del chiste, para que pudiera entender lo que seguía:
-Es sobre un viudo que compra un loro que reza en hebreo. Un día, en Rosh Hashana, lo lleva a la sinagoga y...
-Pará –lo frenó Alicia-, esa parte todavía no la habías contado.
-Bueno. Sigo, entonces: llega Rosh Hashana y el loro le pide al tipo ir al templo.
-Rosh Hashana era... –dudó Torrejas.
-El año nuevo judío –aclaró Walter, y continuó:- Meyer le explicó al loro que...
-Meyer... –volvió a interrumpir Torrejas.
-Meyer Glusman, el viudo –acoté.
-Sí –continuó Walter-, el viudo le explicó al loro que la sinagoga no era para pájaros, pero el loro insistió.
El chiste parecía condenado a la postergación eterna. Serrano se acercó y se quedó a escuchar. Esta vez fue Torrejas el que realizó un breve resumen para su presunto ex secuaz. Luego, dándole consistencia al personaje de Glusman, reproduciendo su acento judío y armando diálogos entre el viudo y su mascota, Walter avanzó hacia la conclusión:
-Tras la discusión, Glusman se puso el loro en el hombro y lo llevó al templo. No le fue fácil entrar. Tuvo que darle explicaciones al rabino, hasta que finalmente lo convenció de que el loro sabía “davenen”.
-¿Davenen? –pregunto Serrano.
-Sí, es en idish. Significa rezar, cantar –explicó Walter-. Nadie podía creer que el loro supiera “davenen” y todos los asistentes juzgaron de charlatán al viudo. Hasta apostaron a que no era así. Una vez que comenzó el servicio y el dinero estaba en juego, el pájaro dejó transcurrir cada plegaria y cada canción sin emitir un solo sonido. Glusman, enojado, le murmuró al oído: “¡Daven! ¡Daven!” Y el loro, nada. Otra vez: “¡Daven!, pájaro maldito, ¡todos te miran!...”. Y nada. Cuando terminó el servicio, Glusman debía cuatro mil dólares, y estaba tan enojado que no habló en todo el camino de regreso a su casa. Cuando llegaron, el loro se puso a cantar a grito pelado: “¡Hevenu shalom aleijem, hevenu shaaaaaaloooooom aleeeeeiiiijem!”.
-¡Pajarraco miserable! –le reprochó Glusman-. Te compré los tefilín, aprendiste todas las plegarias. Te enseñé hebreo, la Torá... ¿Por qué me hiciste esto?.
Y el loro le contestó: “Meyer, no seas estúpido, ¡pensá en todo lo que vas a ganar en Iom Kipur!”.
Nadie se rió. Yo recordé que cuando había leído el chiste en el mail al principio no lo había entendido. ¿Y los demás? ¿Torrejas, Serrano, Alicia? ¿Por qué no se reían? Pobre Walter, el ímpetu que había puesto para tan pobre repercusión. Había una diferencia, sin embargo, en cada una de las reacciones. Alicia hizo una mueca simpática, porque al menos había entendido el tono del remate. Torrejas y Serrano, en cambio, ni se inmutaron, como si esperaran que el chiste continuara. ¿O acaso la seriedad obedecía a que el hechizo había durado nada y habían vuelto a recuperar sus viejas personalidades filo nazis? La incertidumbre desapareció cuando el profesor balbuceó:
-¿Iom...?
-Iom Kipur –afirmó Walter-. El día del perdón.
-Ahá –contestó Serrano, sin que el dato paliara su desconcierto.
En realidad, explicó Walter, no importaba si se trataba de Iom Kipur o de otra fiesta. El chiste era que el loro no sólo sabía rezar y cantar como un judío de ley, sino que además había adquirido la mentalidad especulativa con la que se suele caricaturizar a la colectividad: ir a menos en la primera ronda de apuestas, engañar a todos y así, cuando nadie lo sospechara, reventarlos en la segunda.
Pasados ya unos meses de aquellos días de locura e intolerancia racista, el saldo que nos quedó son los tefilín que nos llevamos de souvenir y que ahora seguimos usando. Alicia sabe que debe dejarlos, porque no está bien que una mujer los use salvo para casos de emergencia. Pero se le hace difícil. Lo increíble es lo mío: día tras día aprendo el significado de los rezos y me siento un mejor judío. Tanto que, por momentos, me invade la sospecha de que la aventura de Viedma no fue más que una confabulación entre Torrejas, Serrano, Walter, Damián y el resto del contingente a fin de combatir el agnosticismo creciente en los tiempos que corren.