jueves, 13 de diciembre de 2007

Cuentos de Aurora

Textos escritos entre 2000 y 2003



EL DON


Alvaro Aldunate, con algunos kilos más de lo normal y un lunar pegado a la nariz, vino a este mundo patinando, dando vueltas en tirabuzón y una mortal hacia atrás antes de tocar cualquier cosa que no fuera carne materna. Era una forma bastante extraña de nacer, pero no lo importante. Lo importante era que un don lo acompañaba. Un don liso y llano, oculto en uno de los rincones más remotos de su espíritu, lo que no ocurre con frecuencia.
Un don es un arma de doble filo: por un lado ofrece a quien lo posee una habilidad o destreza, pero por otro supone una responsabilidad, ya que el beneficiario, si es consciente de su privilegio, siente la obligación de darle un uso. A veces el don se presenta como un rasgo mínimo y, por lo tanto, muy difícil de descubrir. Otras, evidente, se manifiesta a todas luces en los primeros años de vida. Así ocurrió con Alvaro, que de chiquito mataba moscas como nadie.
La primera vez que Alvaro mató una mosca fue una mañana en que sus padres lo dejaron en casa de los abuelos paternos para ir a trabajar. Hacía un buen rato que una mosca iba saltando de un sector a otro del comedor, sin restricciones. Y se sabe que con las moscas es así: uno les da la mano y se agarran del brazo. La muy confianzuda se puso a molestar a los presentes (Alvaro y su abuelo), sin importarle en lo más mínimo el fastidio que podía ocasionar. Abandonó una flor estampada del mantel, donde habían quedado sin recoger las migas del desayuno, y sin escalas se posó en la frente del abuelo.
La caminata de la mosca resultó imperceptible para don Aldunate, cuya sensibilidad cutánea era en extremo reducida. ¿Cómo iba a detectar un insecto tan diminuto si ni siquiera se daba cuenta cuando se lastimaba y le salía sangre, salvo que alguien le avisara? Así y todo, el rasgueo insistente de las patas del insecto en uno de los pliegues del seño terminó por darle cosquillas.
El abuelo levantó una mano, pequeña pero morruda, y la descargó sobre su cabeza calva. Sin puntería, porque la mosca ya se había desplazado algunos centímetros, los suficientes como para quedar exenta del radio de aplastamiento. El margen de error del golpe tenía que ver con que, debido al lugar en que se encontraba la mosca, don Aldunate no la podía ver. Y había unos instantes de retardo hasta que el estímulo sobre la piel llegaba al cerebro y éste le daba al brazo la orden de actuar. Así, el viejo erró también un segundo intento, y después un tercero. Hay que reconocer que su desventaja, igual, no se debía sólo a la posición casual del insecto. La mosca tenía la cualidad de lograr huir del peligro a una velocidad envidiable, como si la reacción de su huida fuera previa a la acción del zarpazo. Algo inédito, que alteraba uno de los principios básicos de la realidad.
La solución para cazar la mosca, entonces, pasaba por reducir al máximo el tiempo de demora en la ejecución del golpe. Fue Alvaro el que, sorpresivamente, tomó la posta y, con mucha decisión, dirigió su mano derecha como chicotazo al blanco. Ni se vio, pero se intuyó la velocidad y la plasticidad propias de un latigazo. La mosca quedó aplastada como un tatuaje en la frente del abuelo, que sin salir del asombro ni atinó a sacudirse el cadáver. Se quedó mirando al nieto con la boca abierta, y su primera reacción fue de susto. Hasta que comprendió que lo sucedido, en realidad, era una buena noticia: Alvarito tenía un don, y si bien en ese momento no se le ocurrió para qué otra cosa que para matar moscas iba a servirle al chico una aptitud como ésa, pensó que, como fuera, era mejor tenerla que no tenerla.
Pasaron unos años y don Aldunate murió por achaques de viejo, antes de que Alvarito encontrara un destino útil para ese látigo que tenía por brazo. El don, por lo pronto, se basaba en una cualidad física, así que los padres de Alvaro pensaron que el chico tendría un futuro brillante como deportista. Se los notaba exaltados, como si hablaran con signos de exclamación, y ese clima festivo les impedía razonar con frialdad a fin de llegar a una conclusión sobre el tema.
El boxeo, que a priori parecía lo más adecuado, quedó descartado de plano. La mamá no soportaba esa actividad a la que llamaban deporte y que para ella no era más que “la formalización de la barbarie”. Otros deportes que se practicaban con las manos, como el béisbol o el fútbol americano, tenían la contra de que las grandes ligas estaban lejos de la Argentina. La elección podría haber estado entre el voley y el handball, pero los padres de Alvaro buscaban, a través de su hijo y en la medida de lo posible, un rédito económico. El básquet hubiera sido una alternativa, con el sueño de que el chico llegara algún día a jugar en la NBA. Pero para encestar dobles y ganar millones no alcanzaba con un brazo hábil, sino además tener la altura necesaria. En ese punto, los antecedentes familiares indicaban como poco probable que Alvarito sobrepasara el metro setenta y cinco.
Luego de estos descartes decidieron considerar el tenis. La opción no les resultaba muy atractiva, porque era un deporte muy individualista. Pero en ese momento se había puesto de moda (plena época de oro de Vilas, que con sus triunfos le había dado al tenis una gran popularidad en las clases medias del país) y Alvaro tenía seis años, una edad excelente como para empezar. Así, ante la falta de otra idea mejor, sus padres lo llevaron a la escuelita del Club Social y Deportivo Aurora.
Al principio, al chico le resultó un embole. Pegaba un drive y tenía que juntar como mínimo veinte pelotitas para poder ponerse en la cola de vuelta y esperar su turno. Era el precio de que las clases fuesen gratuitas. De otro modo, había que pagar un profesor particular, lo que los padres de Alvaro habían descartado por no disponer del dinero necesario. Aunque acordaron que si el chico tenía verdaderas condiciones para el tenis ajustarían otros gastos para invertir en éste.
Decir que Alvaro tenía condiciones es poco, porque gracias a su don inventó un golpe increíble. Aunque no se sería correcto decir que lo inventó, porque en toda invención existe una intencionalidad. En este caso ocurrió de manera natural y espontánea. Alvaro le pegaba a la pelota de un modo singular y extraordinario no porque quisiera, sino porque de otra forma no le salía.
Es difícil explicar cómo era la ejecución. Por empezar, usaba una raqueta liviana, la más liviana de las que había en plaza, para sentirla como una extensión de su brazo. La preparación del golpe era equivalente a la de cualquier otro, llevando la raqueta hacia atrás para darle impulso al tiro. Lo novedoso aparecía en el punto de impacto, cuando el encordado tocaba la pelota.
La descripción más acabada de lo que luego se daría en llamar “el latigazo” la hizo un descubridor de talentos, el “Negro” Granel, que tenía a su cargo la escuelita de tenis. El día que vio en acción a Alvaro por primera vez, dijo: “Parece un carnicero cortando milanesas”. Y era cierto, con la diferencia de que el chico en lugar de un cuchillo afilado tenía una raqueta, y en vez de accionar sobre un pedazo de carne lo hacía sobre la pelota. Si se sacaba lo accesorio, es decir, los objetos concretos de la comparación (el cuchillo, la carne, la raqueta y la pelota) quedaba lo esencial: la forma en cómo se revelaba el don de Alvaro.
Una cosa era lo que se veía, la ilusión que generaba el movimiento completo observado a la distancia. Cualquiera hubiera dicho que en vez de un golpe Alvaro daba dos. El tiro adoptaba una dirección determinada y en algún lugar de la trayectoria cambiaba por otra. A sus rivales se les hacía imposible contrarrestar el latigazo, pese a estar alertados de antemano de sus características y peligrosidad. El problema pasaba por la imprevisión, la falta de lógica. Un tiro normal lanzado en una dirección seguía la misma hasta finalizar su recorrido. Pero con el latigazo ocurría otra cosa.
Hasta la aparición del latigazo, existía un solo efecto que garantizaba un desvío en la trayectoria de la pelota: el “slice”, que aplicado al “drop” (gota, en inglés, “dejada” para los españoles, que consiste en dejarla corta, lo más cerca posible de la red una vez que la ha trasvasado) hacía que la pelota experimentara un corrimiento hacia un costado después del pique. Pero que el cambio de dirección ocurriera después del pique no era un detalle menor, porque entonces el latigazo abría una nueva era en el tenis, al lograr que el desvío se produjera antes de que la pelota rebotara contra el piso. En determinado punto, no se sabía cuándo, la esfera tomaba una de las múltiples variaciones del espacio horizontal, se volvía inalcanzable y dejaba a los rivales en ridículo, tratando de hacerle frente mediante una pirueta endiablada.
Así, Alvaro comenzó a ganar partidos y ningún tenista parecía capaz de descifrar su juego. Hasta los que estaban catalogados como los mejores jugadores del club se sentían como principiantes, y lejos de reconocer las aptitudes de este nuevo talento comenzaron a acumular resentimiento. Pronto, la rutilante aparición de Alvaro se conoció en las altas esferas del tenis. Hubo incluso una misión secreta de veedores internacionales que se hicieron pasar por nuevos socios del club y corroboraron lo que les habían comentado. Sobrevino, pues, una campaña solapada para frenar a este fenómeno, ya que si lo dejaban impondría un quiebre de consecuencias impredecibles en la historia de este deporte.
Estaba claro que cualquiera que manejara a la perfección todo el repertorio de golpes y efectos ya conocidos no sabría qué hacer frente al latigazo. No obstante, no era el mal trago que pudieran pasar jugadores como Lendl, Becker o Willander lo que les importaba a quienes manejaban el negocio del tenis. El razonamiento que hacían era que un partido contra Aldunate, sin peloteo posible, ya no sería un partido. Primero se lo vería como una novedad y se colmarían los estadios, pero luego aburriría y la gente seguro dejaría de concurrir. Poco a poco, el tenis dominado por Alvaro terminaría por transformarse en un entretenimiento para excéntricos, o en un número de circo.
Cuando ya todos creían que Alvaro era invulnerable, se llevaron una sorpresa, ya que apareció un socio muy confiado que aseguraba que para vencerlo no había que contrarrestarlo con la misma medicina, sino elaborar una buena estrategia de defensa. Se trataba de un joven de escasas condiciones técnicas, pero bocho en matemáticas y experto en física. Se llamaba Julián Ibáñez, y desafió a Alvaro a jugar un single.
Las cualidades de Ibáñez se traducían en otro don, del que nadie había oído hablar hasta entonces: podía medir en tiempo real la velocidad de cualquier objeto circulante, como un auto que pasaba por la calle, la lluvia al caer o una persona corriendo. Y creía que con su método lograría anticipar la trayectoria del latigazo de Alvaro, es decir, en qué momento ocurriría el tan temido desvío.
No obstante, su estrategia tenía un punto débil: para prever el ángulo y la dirección sólo se valdría de probabilidades, dependería del lugar de la cancha desde el que Alvaro le pegara. El punto de partida del tiro le indicaría cuál y cuán pronunciada sería la variación dentro del espacio acotado de la cancha. Era evidente que si Alvaro pegaba desde un costado, el giro no podría producirse hacia el mismo lado porque la pelota iría a parar afuera. Lo más difícil, claro, sería cuando el golpe se originara desde el centro, ya que ahí las probabilidades pasarían a ser del cincuenta por ciento para un lado y cincuenta por ciento para el otro. En conclusión, mucho iba a pesar la precisión que Ibáñez le imprimiera a sus golpes a fin de colocarlos junto a los flejes y reducir así a la mínima expresión el grado de incertidumbre frente a la réplica.
El día del duelo amaneció nublado y a partir de las ocho cayó un chaparrón. Alvaro se despertó sobresaltado, con un mal presagio. Había tenido la siguiente pesadilla: en vez de Ibáñez, los rivales eran cinco, dos en la red y tres en el fondo. Obviamente no tenía sentido, porque el reglamento no lo permite, pero lo preocupante era que los jugadores, con reflejos en sus cabellos, bien facheros y con sus bíceps aceitados, eran los integrantes de Quirquis, un grupo cumbiero de Aurora con un destino nefasto. Un día, durante un recital, la voz principal del grupo invitó a subir al escenario a una chica del público que se sabía de memoria todas las canciones, con tanta mala suerte que cuando ésta agarró el micrófono sufrió una descarga eléctrica que la devolvió como un muñeco de trapo a la audiencia. La gente hizo un círculo alrededor y el novio, que se había quedado esperándola, comprobó que la joven estaba muerta. Quirquis cayó en desgracia. Se dijo que sus recitales eran yeta y el quinteto pasó al olvido tan rápido como había triunfado.
El absurdo, en el sueño de Alvaro, era que de repente los Quirquis se habían vuelto tenistas. Para sacar iban rotando, como si fueran un equipo de voley, y durante los puntos se pasaban la pelota entre ellos antes de tirarla hacia el otro lado. Lo increíble era que no hubiera alguien que invalidara la jugada. Los espectadores festejaban los malabares y alentaban al grupo: “¡Quirquis, Quirquis, Quirquis...!”. Los Quirquis iban deconstruyendo el latigazo, lo multiplicaban por las derivaciones que permitía la disposición de los cinco jugadores en la cancha y los desvíos eran infinitos, hasta que la última estocada antes de que la pelota pasara la red dejaba a Alvaro sin respuesta. También eran imbatibles en defensa, porque entre los cinco cubrían los eventuales blancos de pique del latigazo.
Tras recordar los pormenores de la pesadilla, Alvaro preparó el bolso, agarró las raquetas y enfiló para el club. A media mañana, los rivales se encontraron en la cancha cuatro. El partido había generado gran expectativa, porque si Alvaro iba a ser derrotado por primera vez nadie se lo quería perder. Hubo un peloteo de diez minutos, practicaron saques y, luego, el sorteo favoreció al retador, que prefirió darle el servicio a Alvaro y tener él la devolución.
Alvaro arrancó mal, con demasiadas doble faltas para un solo game. Estaba desconcentrado, prestando atención a un murmullo que no sabía de dónde provenía. Recién al cambiar de lado, antes de comenzar el segundo game, detectó que uno de los socios le estaba relatando el partido a su hija ciega. ¿Qué iba a hacer –se preguntó resignado-, reclamar silencio y quitarle la posibilidad de disfrutar del espectáculo a la pobre chica?
Con el servicio de Ibáñez, Alvaro sacudió su primer latigazo del partido. La pelota no le llegó cómoda, pero logró un tiro ganador. Ibáñez ni se movió, vio pasar la réplica y desde el público hubo gestos de desaprobación, como si el pensamiento generalizado hubiera sido: “Otro más que se carga Aldunate”. Pero en realidad la cosa recién empezaba. Ibáñez entró en acción cuando iba dos a uno abajo. Las nubes se hicieron más delgadas y una resolana hizo subir la temperatura ambiente. Ibáñez practicó un saque rápido, aunque no muy fuerte, al drive. Para Alvaro no podía ser más fácil, ya que le venía servida para el latigazo. Y así fue: el tiro salió limpito, destinado a sumar un nuevo punto. Lo que nadie tenía en cuenta era que al mismo tiempo la cabeza de Ibáñez hacía multiplicaciones y divisiones a toda velocidad, al punto que llegó a tiempo para esperar la pelota en el lugar preciso y contestarla cómodo.
A partir de ese momento el juego de Ibáñez comenzó a fluir, pasó al frente en el marcador y los socios que se habían quedado mirando fueron a llamar a los que ya se habían ido, ahuyentados por un comienzo de partido desalentador. Así, el perímetro de la cancha se pobló nuevamente de cabecitas y rostros, en los que ahora empezaba a asomar la blancura troquelada de los dientes tomando envión para la risa, que enseguida se convirtió en carcajada. En ese contexto, una fuerza creciente de avasallamiento se apoderó de Alvaro, que tras unos segundos de vacilación dejó caer la raqueta en el polvo de ladrillo y decidió huír del bochorno, de la burla convertida en sonajero de venganza. Muerto el don, Alvaro Aldunate ya no era Alvaro Aldunate. Y en esta nueva realidad, la carrera hacia algún lugar que ni siquiera él sabía cuál era le dolía como un nuevo nacimiento.





AURORA



Aurora era un pueblo tranquilo, con su plaza, su iglesia y su municipalidad, como cualquier pueblo. Hasta que un día un nuevo intendente tuvo la idea de transformar el pueblo en ciudad. En realidad, iba a tratarse de una ciudad en miniatura, ya que los límites territoriales no se correrían un solo milímetro. De esta manera, los espacios serían más reducidos que lo que las convenciones estipulan, aunque no dejaría de haber una zona bancaria, un centro comercial, edificios torre y una autopista. En las afueras levantarían la zona fabril y las casas más pobres.
Las obras debían comenzar cuanto antes. Se acercaba el verano y los habitantes iban a tener que abandonar sus casas por las demoliciones. Las harían por tandas, y bajo una consigna solidaria: cuando demolieran la zona norte, los residentes serían hospedados por los del este. Luego, los del este serían recibidos por los del sur, y así sucesivamente, siempre en el sentido de las agujas del reloj. Pero para concretar el proyecto hacía falta dinero, un inversor, ya que lo recaudado con los impuestos era insuficiente. El intendente pensó entonces en el empresario Horacio Sartori, nieto de uno de los fundadores del pueblo, que al oír la idea quedó seducido de inmediato y no dudó en poner manos a la obra cuanto antes. No obstante, el curso de los trabajos se demoraría más de lo previsto. ¿A quién se le había ocurrido que aquello podía terminarse en una temporada? La gente aguantaba, compartía la vivienda con el vecino y se resignaba, con la esperanza de que el proyecto al final llegara a buen puerto. El primer inconveniente surgió a raíz de las dimensiones relativas. Si bien las proporciones serían las mismas que en Buenos Aires, por ejemplo, o que en París, todo se vería más pequeño, reducido a la mitad. Primero, las manzanas, que medirían cincuenta metros por lado en vez de cien. Así, caminar una cuadra demandaría la mitad del tiempo que en cualquier ciudad normal. Dos cuadras serían una; cuatro, dos; etcétera. Pero cuando arrancó la reconstrucción de Aurora se dieron cuenta de que habían cometido un grosero error de cálculo. En una audiencia de vecinos alguien denunció que una manzana de cincuenta metros por lado no era la mitad de una de cien, sino la cuarta parte. Por lo tanto, si un departamento estándar, de tres ambientes, tenía en cualquier parte unos sesenta metros cuadrados, en Aurora no podría superar los quince. Ir de un ambiente a otro iba a ser poco más que un paso, casi se podría estar en dos lugares al mismo tiempo. Lo dicho provocó gran alboroto, ya que nadie quería vivir hacinado. Y el intendente, que ante la adversidad sacaba a relucir su particular sentido del humor, dio una respuesta que en vez de tranquilizar redobló el desconcierto: “La experiencia indica que, desde que el mundo es mundo, todas las especies se han adaptado a su hábitat. Confío en que las nuevas generaciones de aurorenses irán empequeñeciendo hasta alcanzar el tamaño adecuado a la nueva ciudad”. El plan inicial, que ya estaba demorado, se terminaría de alterar a causa de un conflicto gremial en el diario La Idea, propiedad del mismo Sartori. Conflicto que, de forma inesperada, dejaría en bancarrota al empresario. Todo se desencadenó un jueves de septiembre del año 2000, cuando Dardo Duval, el jefe de redacción, recibió la noticia de que iban a despedir a veinticinco periodistas, es decir, casi la mitad del staff. Sartori le comunicó la decisión y le encargó que llamara sólo a los que continuarían trabajando, para ponerlos al tanto de la situación y tranquilizarlos.


Esteban Bowser, con la toalla en la cintura, escuchó el teléfono mientras apretaba el desodorante bajo la axila derecha. Se acercó al espejo y se pasó las manos por el pelo mojado para volver a contemplar su rostro, cuya asimetría hacía que la imagen que le devolvía el espejo no fuera la verdadera. Es decir, no era como él se veía que lo veían los demás. “Al derecho” aparecía sólo en las fotos, y como sacarse una foto cada vez que quería verse como lo veían era imposible, no tenía más remedio que usar dos espejos, el segundo para reflejar la imagen del primero e invertirla. Cuando el teléfono iba a sonar por cuarta vez, Bowser se apuró a atender. Era Duval, haciendo la ronda de llamados con la mala nueva.


Esa misma madrugada, los despedidos se reunieron en un bar del centro. Afuera rugía la grúa, demoliendo edificios. Entre las cucharas que tintineaban en los pocillos de café y el humo de los cigarrillos, que zigzagueaba de una punta a la otra de la mesa a fuerza de inhalaciones y exhalaciones, Adolfo Becerra tuvo que insistir varias veces hasta que le prestaron atención. Hablaban de hacer un piquete en La Idea para impedir el ingreso de los periodistas y, por lo tanto, lograr que la edición del día no saliera. El debate se prolongó hasta el mediodía, cuando decidieron trasladarse al diario y reclamar que reincorporaran a todos.


Patricio Corso, prosecretario de redacción, y Elvio Gómez, jefe de espectáculos, pasaron cinco horas tratando de ingresar y casi se van a las manos con los piqueteros. Corso, que tenía pocas pulgas y sintió el impedimento como una provocación, se puso a arrojar trompadas al tuntún. Gómez trató de mediar mientras Corso hacía un “¡sss...!”, resoplido corto que lanzaba con los dientes apretados cuando algo lo fastidiaba. Para peor, Sartori lo llamaba una y otra vez al celular para reclamarle que entrara al diario de una vez por todas y cumpliera con su trabajo. Así fue que, cuando ya casi oscurecía, decidió traspasar la puerta principal con el resguardo de un cordón policial, formado por efectivos de la infantería aurorense.


Duval, que estaba de franco pero al tanto de los últimos episodios en la puerta de La Idea, decidió salir a caminar. Su casa estaba en la parte vieja de Aurora, donde las topadoras aún no habían comenzado con las demoliciones. Compró cigarrillos, encendió uno y el silencio de esa hora dejó oír el sonido de la brasa al quemar el papel. También, el ritmo lento y regular de las suelas sobre las baldosas. Paró en un bar. Tomó dos cervezas y un whisky. Fumó más cigarrillos y se le fue haciendo tarde. Cuatro de la mañana, casi. Se paró y vio, detrás de un edificio, sobre el horizonte, una incipiente luminosidad, y más cerca el asfalto violeta humedecido con el rocío. Subió a un colectivo y se desplomó en el asiento trasero. Boca arriba, sin la referencia de calles y veredas, Aurora le resultó extraño. Las casas parecían flotar en un lago. Su ebriedad cambiaba lo plano por combinaciones cóncavas y convexas, y le daba la sensación de que el cielo era agua. Al bajar del colectivo caminó hacia el diario, mientras los piqueteros, en alerta, se organizaban para tapar la entrada. Cuando Duval quedó frente a frente con Galíndez, éste le advirtió: “Vos no pasás”. Pero Duval no lo escuchó y quiso entrar por la fuerza, lo que derivó en la intervención de los policías, que a toda hora montaban guardia en el lugar y tomaron al secretario de redacción de los brazos para controlarlo. Una piquetera trató de persuadirlo: “Por favor, Dardo, no entres”. Pero Duval tenía en su cabeza un solo objetivo: traspasar la puerta. Y así lo hizo finalmente, ayudado por el cordón policial, mientras desde afuera le gritaban “carnero hijo de puta”.


Ante este escenario, Sartori optó por llamar a diez de los veinte periodistas que quedaban en el staff para sacar una edición de emergencia. Los elegidos se encontraron a las cinco de la mañana en las afueras del pueblo. Debían moverse con cautela, ya que sabían que cualquier movimiento en falso los delataría. En dos autos, se dirigieron a un hotel en el que Sartori les había reservado una habitación. Al llegar, bajaron las persianas, cerraron las cortinas y conectaron las computadoras que un empleado de sistemas se había encargado de instalar. Pero los piqueteros, que continuaban al acecho, los descubrieron rápido, más rápido de lo que esperaban (se dijo que un familiar de uno de ellos vivía justo frente al hotel), se trasladaron hasta allí y comenzaron a entonar melodías de cancha con letras inventadas para la ocasión. A los pocos minutos, alguien llamó a la puerta de la habitación donde funcionaba la redacción clandestina. Duval puso un ojo en la mirilla, pero estaba tan sucia que no pudo ver quién era. Corso agarró el teléfono y marcó el interno de la recepción, para preguntar si allí se había anunciado alguien. “Un tal Segovia”, le respondió el conserje de turno. Corso recordó entonces que Segovia era el seudónimo que utilizaba uno de los periodistas despedidos para firmar algunas de sus notas. Decidieron, pues, no abrir, apagar las luces y quedarse en silencio. Hasta que volvieron a golpear... En ese momento, el cuerpo de Duval pareció agigantarse sobre una pared, hecho sombra, por la luminosidad que se filtraba a través de la persiana. Hizo movimientos bruscos de brazos y cintura para entrar en calor, dispuesto a pelear con quien se le quisiera enfrentar. Pero no fue necesario, no hizo falta porque el que golpeaba la puerta enseguida se identificó: “Abran, soy Sartori”. Sí, era Sartori nomás, y el recepcionista, vaya a saber por qué, había escuchado o registrado mal el apellido. Como fuera, el patrón venía a anunciar que mudarían la redacción otra vez, y que en esta oportunidad el destino sería un depósito fiscal en medio del campo.


Como era de suponer, los piqueteros estaban cada vez más entrenados en la gimnasia persecutoria y siguieron el rastro sin problemas. Al punto que cuando los integrantes del staff arribaron al depósito fiscal sus ex compañeros ya habían conseguido el dato y los estaban esperando, apostados sobre una reja que dividía el estacionamiento del edificio, al aire libre, de la calle. Esta vez, los periodistas ingresaron sin problemas por un portón, a bordo de una combi, y una vez adentro del galpón en el que habían montado la nueva redacción algunos se pusieron a mirar a sus perseguidores a través de una ventana. Desde afuera, no paraban de gritar contra Martín Maresca, el editor de fotografía, a quien habían acusado de carnero cuando entraba y éste les había respondido con una mano en los testículos y gritando: “¡De acáaa...!”. Ahora, uno de los piqueteros estaba trepado a un poste de alumbrado público y aullaba: “¡Maresca..., Maresca...!”. La situación era tragicómica, al punto que en la redacción se tentaron de risa. Pero Duval, que ya no soportaba seguir en estas condiciones, se puso a pensar en un plan que le pusiera fin, de una vez por todas, a esta fuga interminable. Lo primero que le vino a la mente fue una puerta. No cualquier puerta, sino una en particular, bastante misteriosa, que había adentro de La Idea. La creencia generalizada era que detrás de esa puerta funcionaba la administración de una fábrica algodonera de Sartori. Pero la verdad era que nunca se veía entrar ni salir gente del lugar. La sospecha de Duval era que, en realidad, allí debía de haber algo que, de saberse, podía comprometer al dueño del diario, algún dato que, era la idea, los piqueteros pudieran explotar para chantajearlo y sacarle el dinero de las indemnizaciones reclamadas. Ante el fracaso de las reincorporaciones, los despedidos habían empezado a reclamar el dinero que les correspondía, pero Sartori los quería conformar con migajas.


Duval sospechaba que en ese lugar habían escondido el cadáver de Enrique Lamas, un diagramador que pocos meses antes había muerto en la redacción. Lo extraño era que la mujer de Lamas y sus hijos nunca habían reclamado nada, y que nadie había denunciado la eventual desaparición del cuerpo. Lo más adecuado hubiera sido ir a la casa de los Lamas y preguntar. Pero no, Duval confiaba tanto en su hipótesis que esa misma noche, al regresar del depósito fiscal, fue directo para el diario. Lo que ocurrió de allí en más fue una sorpresa tras otra: subió la escalera principal del edificio, a oscuras, hasta el primer piso, se acercó a la puerta de la supuesta algodonera y la abrió. Por suerte estaba sin llave, que si no hubiera tenido que buscar algo para abrirla (en el acelere se había olvidado de llevar la pico de loro o alguna otra herramienta). El picaporte giró y la puerta bailó sobre su marco para sumar más oscuridad. En la penumbra, Duval vio escritorios y computadoras. Hasta que se dio cuenta de que en el fondo, flotando, había un destello de luz, una luz que pasaba a través de la cerradura de otra puerta. Golpeó y esperó. Regresó sobre sus pasos, fue y volvió varias veces, nervioso, hasta que decidió abrir. Adentro había una cama y, de cara a la pared, un hombre roncando. Enseguida, el hombre se sobresaltó, como si despertara de una pesadilla, y en un acto reflejo atinó a apagar el velador. Duval se quedó quieto y esperó. Luego se acercó despacio y puso una mano sobre el cuerpo tendido. El tipo se sacudió y trató de escabullirse, pero Duval lo frenó. Forcejearon hasta que el otro volvió a caer en la cama e hizo un nuevo intento de escapar, esta vez cuerpo a tierra, pero Duval le colocó una rodilla sobre la espalda. La presión provocó un grito, que Duval creyó reconocer. Quería prender el velador y no daba con la perilla. Ensayó otro rodillazo y esta vez el grito fue más claro. Por la voz era Jorge, un diagramador mucho más joven que Lamas, el muerto que Duval esperaba encontrar, y con quien hasta hacía pocas horas había estado trabajando en el depósito fiscal. El sujeto escondía un objeto debajo del pijama y, pese a los manotazos desesperados que daba, Duval se lo arrebató. Parecía un portarretratos. Era un portarretratos, confirmó Duval luego de, por fin, llegar a prender la luz. La foto era de Sartori.


La situación se volvía cada vez más confusa y, encima, Jorge, que efectivamente de él se trataba, estaba mudo, no explicaba nada. Duval repasó la foto, en la que su jefe lucía sonriente y más joven. Miró los detalles, como el lugar en el que la fotografía había sido tomada, si era verano o invierno, o cuánto más pelo tenía entonces el protagonista de la imagen. Mientras tanto, sin que Duval se diera cuenta, el embrollo se le fue acomodando en su cabeza, hasta que de golpe lo vio clarísimo: ¿Cómo nunca había reparado en el parecido físico que había entre el dueño del diario y Jorge? El diagramador, acorralado, levantó la vista con la cara roja, como si la temperatura del cuerpo le hubiera subido diez grados. De seguir como una tumba, tarde o temprano iba a reventar. Lo que hizo, entonces, no por elección sino porque se quebró, fue traducir la rabia contenida durante tantos años de desprecio paterno en un llanto desconsolado. Y entre sollozos le pidió a Duval que hicieran mierda a su viejo, que ya no aguantaba más y que por favor lo hicieran mierda.